Mi buen asesino
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A los doberman les cortaban las puntas de las orejas para
que parecieran más fieros. Niko se aproximaba al panda. Estos
cabrones lo puteaban. Él era manso, se dejaba, pero alguna vez
se recordaba en el ring y de un derechazo mandaba a uno de
los gilipollas al suelo. César intervenía para que no lo mataran.
Habrían necesitado muchos puñales y puños de hierro para
derribarlo. Era grande, blanco como la leche, casi albino. Sin
pabellones auditivos parecía un muñeco de nieve. Muñeco de
Nieve, así lo llamaban los capullos. No era un buen tío. No
había buenos tíos.
El local servía de bar para un número de clientes reducido:
los empleados del restaurante, del almacén, del desguace, de la
destilería. Solo hombres. En esta calle solo trabajaban hombres.
Ninguna madre querría que sus hijas estuvieran entre bestias.
Podrían ser violadas sin pausa para el café.
Después de las operaciones importantes traían putas de los
burdeles de César para celebrar. No era más que una estrategia
del Pequeño para escamotearles beneficios. Si le entregaban a
cada hombre unas putas, unos tiritos de cocaína y un par de
botellas de whiskys se iban tan contentos que se conformaban
con un salario de mierda. César era pequeño pero muy listo. Y
muy rico. Putas, drogas, apuestas, piedras preciosas, vehículos,
whisky, e inversiones en multitud de empresas supuestamente
honradas. No había palo que no tocara. Era el dueño de un
hipermercado del crimen.
Esperé en la barra a que vinieran a buscarme. A mi lado dos
tiparracos bebían matarratas. Pidieron dos copas más. Vestían
monos mecánicos. Debían de ser empleados del desguace. La
grasa les cubría hasta las cejas. Abrazarlos −¿y quién querría
eso?− era escurrirse. Si seguían bebiendo así era muy probable
que alguno de los dos perdiera esta tarde la mano bajo un coche.
La seguridad laboral no era uno de los fuertes de la empresa.