14
Pau Arenós
restaurante, del almacén, del desguace, de la destilería. Mostrar
una debilidad que no podía permitirme.
Aunque prefería los zapatos italianos de piel de becerro, elegí
las viejas botas. Las había limpiado. Gotas de sangre rociadas a lo
largo de los años. Miles de gotas microscópicas de sangre, sudor,
mocos, orines, mierda. Miedo. Formaban parte del uniforme de
trabajo. Las desinfectaba a fondo. Esos restos no existían. No
había manchas. Aunque imaginaba su relieve.
Saludé a los dos guardias de la puerta con un gesto adusto.
En el bar, el humo me dio una paliza. En la barra, Niko lim-
piaba un vaso de cristal. Lo alzaba a contraluz. Era imposible
la claridad en la humareda. La limpieza parecía inútil: el vaso
estaba tan rayado que la mugre era indistinguible. Había be-
bido de esos recipientes ciegos. La especialidad de la casa era
el whisky mal destilado, bebida que, de abusar, podría volverte
loco. Aquí había gran número de dementes, en parte por culpa
del alcohol sin rebajar. Lo tomaban a todas horas. Muchos días
se peleaban. César disfrutaba con las sangrías, hacía apuestas.
Peleas con navaja, barra de hierro o bate de béisbol. Sus hombres
eran una desgracia por culpa de las luchas. Había tuertos, des-
garrados, cojos. César pensaba que las mutilaciones los hacían
más despiadados, y fieles.
A menudo pedía un whisky. Tomaba un sorbo y lo dejaba
en la barra para que se suicidaran las moscas. Prefería el Dram-
buie, que consumía en privado porque era una bebida de flojos.
Whisky, miel, hierbas, especias. Me gustaba que, en el último
agarre a la garganta, dejara un rastro dulce.
Niko puso el vaso en la barra y alcé la mano para indicarle
que «no».
Niko no tenía orejas, apenas unas protuberancias. Fue boxea-
dor y los rivales encontraron en las aletas su punto flaco. Ven-
cido por las orejas. Le dieron cientos de veces en esos puntos,
que fueron contrayéndose, achicándose.