Mi buen asesino
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César podría estar en el centro de Novápolis en un rascacielos
de cristal tras un escritorio de caoba y con traje a medida y enca-
jando manos en buenos restaurantes. Él no era de esos: prefería
la mugre, el chándal de niño, la carne muy hecha y el sopapo.
Conduje hasta la oficina con lentitud porque la calle parecía
acabada de bombardear. Los baches eran tan grandes que en-
gullirían un cochecito eléctrico de campo de golf. Aunque por
aquí no había campos de golf.
Aparqué a unos metros del local. Había que dejar libre la sali-
da si quería salvaguardar el vehículo. Nunca sabía quién saldría
a puñetazos, a machetazos o a balazos o si la pasma decidiría un
asalto sorpresa. Un asalto sorpresa en busca de nuevas comisio-
nes. Ese descapotable me había costado mucho dinero. La calle
pertenecía en su totalidad a César. El desguace de coches, el bar,
el restaurante, la destilería, el almacén.
Dueño de esa calle y dueño de muchas otras calles. Era el
gran mundo del Pequeño César. Cuando entraba en el reino
del barro, los baches y los muros de piedra harinosa me movía
con lentitud, a cámara lenta, pero el cerebro trabajaba a gran
velocidad, registrándolo todo, anticipándome al gesto de ese
que pasaba a mi lado porque una vez a mis espaldas podría
clavarme una navaja. La traición era el sello de la casa. Yo había
sido muchas veces el brazo de esa traición. César me había usado
para acabar con los suyos.
Caminé por la acera con cuidado, evitando meter la bota
en uno de los numerosos agujeros, baldosas rotas, pequeños
embalses negros. Aunque César sobornaba a concejales, los
operarios municipales no se acercan a reparar este campo de
minas. A los matones les tranquilizaba la degradación porque se
mimetizaban con el paisaje. Caminé con la cabeza alta, mirando
de frente, intuyendo las trampas. Dar un traspié era invitar a
las risas a los holgazanes de la calle, apostados a la puerta del