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Pau Arenós
Como de costumbre, me telefoneó Marcus, la mano derecha
de Pequeño César: el mayor de mis clientes. Su padre, César, sí
que había sido grande. Dominó Novápolis durante un cuarto
de siglo.
Nunca se voceaba lo de Pequeño César. Era bajo, apenas un
metro y treinta centímetros. Podría ser un apodo para distin-
guirlo del padre, el Gran César, pero se refería a la poca talla.
Llamar a alguien César o Máximo era arruinarle la vida. Nunca
estaría a la altura del nombre.
Pequeño César era un hombre cruel. Lo fácil sería atribuírselo
al rencor por la cortedad. Rodeado de matones gigantes como
secuoyas era un champiñón. Solo con la violencia podía impo-
nerse un hombre pequeño. Ese habría sido el razonamiento in-
mediato, pero resultaba falso. Pequeño César había encontrado
en la brutalidad la razón de ser. De ser alto, actuaría con idéntico
sadismo, aunque sabría golpear por encima de la cintura. Yo
le tenía miedo, aunque me comportaba ante él como ante un
perro: enseñaba un poco los dientes.
Desde mi piso en uno de los barrios caros fui aquella ma-
ñana hasta el sur del sur, donde nadie recogía la mierda de
los perros. La ciudad se dividía en dos partes: allí donde los
chuchos cagaban libremente y allí donde los dueños recogían
las deposiciones.
Vivía en una zona que me gustaba, de hombres y mujeres que
salían de casa con perro, cadena y bolsitas rosas.
La oficina de Pequeño César estaba al sur del sur. La ciudad
dejaba de apretarse y entre vivienda y vivienda había solares,
ruina y silencio. La discreción era una exigencia.