Mi buen asesino
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Por qué. Me pegó por la muerte sin argumentos −y creo que
sus golpes fueron proporcionales a mi acción−. Por matar por
matar. No lo comprendí entonces, sino años después. Puede
que adivinara algo en mi indiferencia. No lo sé. No puedo
saberlo. Nunca le pregunté. No son cosas que traten madre e
hijo. «¿Sabías entonces, cuando yo tenía 7 u 8 años, que sería
un asesino?».
Mi madre era una mujer de campo acostumbrada a la muerte.
Viví algún tiempo en una granja −menos que una granja− y co-
nocí los rituales de sangre. Degollar gallinas, despellejar conejos,
apuntillar cerdos.
Los chillidos, retortijones y aleteos eran la música del horror
que acompañaba nuestros actos. Esas muertes, al parecer, sí
tenían un porqué. Matar un cerdo, sí. Matar un pájaro, no.
¿Cómo entenderlo? Quien haya hecho lo uno y lo otro sabrá que
la agonía, la desesperación y el sufrimiento del puerco dejan la
torcedura del cuello de un avecilla en un acto inocente y banal.
Pero la matanza del cerdo tiene un porqué
Seis o siete años después nos trasladamos a Novápolis. Nos
fuimos los cuatro: mis padres, mi hermana pequeña y yo. De-
jamos atrás la granja y el olor de los animales que soltaban las
tripas antes de morir. Lo he olido muchas veces en los humanos.
Hace un par de semanas todo cambió en mí sin explicación.
El cuerpo tomaba decisiones lentas que se manifestaban por
sorpresa. ¿A quién acudir para contar la dolencia? «Doctor:
siento remordimientos cuando mato». Porque eso es lo que me
sucedía. Cumplí, pero al acabar noté la boca como si hubiera
comido sal a bocados. Quité una vida y volví a escuchar a mi
madre. «¿Por qué?».
Solo era otro encargo. Nada especial. Trabajaba como free lance,
aunque mis clientes formaban un grupo reducido. Habría sido
imprudente aceptar contratos de desconocidos para asesinar y solo
lo hacía cuando menguaba la actividad de mis patronos habituales.