10
Pau Arenós
No quería decir que fuera un ciudadano modélico. De nin-
guna manera: era un asesino, un asesino profesional. Mataba
por dinero, pero no sentía ningún placer. En eso me diferen-
ciaba de los psicópatas. No disfrutaba con mis actuaciones, no
me recreaba con las víctimas, no prolongaba el sufrimiento en
busca de satisfacción.
La sangre, para mí, equivalía a la grasa del mecánico: algo
inherente al trabajo, sin místicas ni revelaciones ni significados.
La principal herramienta del asesino no eran la pistola o el cu-
chillo. La principal herramienta era la ausencia de sentimientos.
Incapaz de sentir empatía, podía matar. Me pasaba desde
niño. Otros habían sido dotados de fuerza física, velocidad,
inteligencia, simpatía, belleza o facilidad para la comunicación.
Mi gen dominante era la falta de sensibilidad. Acabar con una
vida me resultaba tan irrelevante como atarme los zapatos. Lo
supe desde pequeño, así como la necesidad de ocultarlo.
La primera vez que di muerte a un ser vivo −¿7, 8 años?− tuvo
como resultado el castigo. La verdad se llevaba mal con mi labor.
Mentir hacía a todos más felices.
Encontré un pajarillo que había caído de un nido, de medio
lado en el suelo. Aún no sabía andar ni volar. Lo sujeté sobre la
palma de una mano: apenas tenía plumas, el cuello muy largo,
el pico ansioso, que abría y cerraba de forma compulsiva, recla-
mando comida. Fui rápido. Le rompí el cuello. Fue un crack
seco. Lo recuerdo. Crack. Una ramita. Mi primera muerte.
Llevé el cuerpo a mi madre entre las dos manos como una
ofrenda. Podría haber fingido que lo encontré, ya cadáver, bajo
el nido. Ello hizo una pregunta a la que no supe dar respuesta.
—¿Por qué?
Por qué. Me interrogué muchas veces al comienzo. Era como
cuestionar mi identidad: otros eran bajos, gordos, altos, miopes
o rubios. Era así. No tenía importancia.