D urante 20 años había ejercido mi trabajo sin contratiempos
ni entusiasmo, con la dicha íntima de la ejecución impecable.
Era un hombre realizado que nunca tuvo la temeridad de plan-
tearse si se sentía feliz.
Era un asesino, un asesino profesional. Mataba por dinero.
Otros eran médicos o sacerdotes. Yo también aliviaba dolores.
Entre todas las profesiones liberales prefería la mía. Elegía ho-
rarios y ejecutaba por la mañana, por la tarde o por la noche,
a conveniencia.
Nunca quise ser otra cosa, aunque, por lo que acababa de
suceder, era posible que tuviera que abandonar el oficio. ¿Cómo
curarme? Por desgracia, no existía una Mutua de Asesinos con
médicos especializados en nuestras patologías.
Sentarme en busca de terapia era llamar yo mismo a la policía
y confesar.
En un mundo ideal, los asesinos podríamos realizarnos de
manera completa y a cara descubierta. Legalizar la actividad,
que los vecinos supieran a qué nos dedicábamos.
Los primeros interesados deberían ser los gobiernos: con
gusto pagaría mis impuestos. ¿Cuánto dinero ingresarían? El
crimen ocupaba a muchos. Estados enteros saldrían de la ban-
carrota si nos permitieran aportar capital. Era un ciudadano
al que sus gobernantes −¡los propios gobernantes!− impedían
cumplir con las obligaciones.