enseñaré mil cosas para que sea útil en una casa. Mi padre dice que quizás, quizás me tenga
que quedar a vivir aquí para siempre. Si es así, la Nela vivirá conmigo; conmigo aprenderá a
leer, a rezar, a coser, a guisar; aprenderá tantas cosas, que será como yo misma. ¿Qué
pensáis?, pues sí, y entonces no será la Nela, sino una señorita. En esto no me contrariará mi
padre. Además, anoche me ha dicho: «Florentinilla, quizás, quizás dentro de poco, no mandaré
yo en ti; obedecerás a otro dueño...» Sea lo que Dios quiera, tomo a la Nela por mi amiga. ¿Me
querrás mucho?... Como has estado tan desamparada, como vives lo mismo que las flores de
los campos, tal vez no sepas ni siquiera agradecer; pero yo te lo he de enseñar... ¡te he de
enseñar tantas cosas!...
Marianela, que mientras oía tan nobles palabras había estado resistiendo con mucho trabajo
los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un
minuto, rompió en lágrimas. El ciego, profundamente pensativo, callaba.
-Florentina -dijo al fin- tu lenguaje no se parece al de la mayoría de las personas. Tu bondad es
enorme y entusiasta como la que ha llenado de mártires la tierra y poblado de santos el cielo.
-¡Qué exageración! -dijo Florentina riendo.
Poco después de esto la señorita se levantó para coger una flor que desde lejos había llamado
su atención.
-¿Se fue? -preguntó Pablo.
-Sí -replicó la Nela, enjugando sus lágrimas.
-¿Sabes una cosa, Nela?... Se me figura que mi prima ha de ser algo bonita. Cuando llegó
anoche a las diez... sentí hacia ella grandísima antipatía... No puedes figurarte cuánto me
repugnaba. Ahora se me antoja, sí, se me antoja que debe ser algo bonita.
La Nela volvió a llorar.
-¡Es como los ángeles! -exclamó entre un mar de lágrimas-. Es como si acabara de bajar del
cielo. En ella cuerpo y alma son como los de la Santísima Virgen María.
-¡Oh!, no exageres -dijo Pablo con inquietud-. No puede ser tan hermosa como dices... ¿Crees
que yo, sin ojos, no comprendo dónde está la hermosura y dónde no?
-No, no; no puedes comprender... ¡qué equivocado estás!
-Sí, sí... no puede ser tan hermosa -manifestó el ciego, poniéndose pálido y revelando la mayor
angustia-. Nela, amiga de mi corazón; ¿no sabes lo que mi padre me ha dicho anoche?... Que si
recobro la vista me casaré con Florentina.
La Nela no respondió nada. Sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar, resbalando por su
tostado rostro y goteando sobre sus manos. Pero ni aun por su amargo llanto podían
conocerse las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que era infinito.
-Ya sé por qué lloras tanto -dijo el ciego estrechando las manos de su compañera-. Mi padre no
se empeñará en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. Para mí no hay más mujer que
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