muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las flores... Choto, Choto, ven aquí, no
espantes a los pobres pajaritos.
El perro, que había bajado, volvió gozoso llamado por la Nela, y la pacífica república de
pajarillos volvió a tomar posesión de sus estados.
-A mí me causa horror este sitio -dijo Pablo, tomando del brazo a la muchacha-. Y ahora
¿vamos hacia las minas? Sí, ya conozco este camino. Estoy en mi terreno. Por aquí vamos
derechos al Barco... Choto, anda delante; no te enredes en mis piernas.
Descendían por una vereda escalonada. Pronto llegaron a la concavidad formada por la
explotación minera. Dejando la verde zona vegetal, habían entrado bruscamente en la zona
geológica, zanja enorme, cuyas paredes, labradas por el barreno y el pico, mostraban una
interesante estratificación, cuyas diversas capas ofrecían en el corte los más variados tonos y
los materiales más diversos. Era aquel el sitio que a Teodoro Golfín le había parecido el interior
de un gran buque náufrago, comido de las olas, y su nombre vulgar justificaba esta semejanza.
Pero de día se admiraban principalmente las superpuestas cortezas de la estratificación, con
sus vetas sulfurosas y carbonatadas, sus sedimentos negros, sus lignitos, donde yace el negro
azabache, sus capas de tierra ferruginosa que parece amasada con sangre, sus grandes y
regulares láminas de roca, quebradas en mil puntos por el arte humano, y erizadas de picos,
cortaduras y desgarrones. Era aquello como una herida abierta en el tejido orgánico y vista con
microscopio. El arroyo de aguas saturadas de óxido de hierro que corría por el centro, parecía
un chorro de sangre.
¿En dónde está nuestro asiento? -preguntó el señorito de Penáguilas-. Vamos a él. Allí no nos
molestará el aire.
Desde el fondo de la gran zanja subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas
piedras, tierra y matas de hinojo, y se sentaron a la sombra de enorme peña agrietada, que
presentaba en su centro una larga hendija. Más bien eran dos peñas, pegada la una a la otra,
con irregulares bordes, como dos gastadas mandíbulas que se esfuerzan en morder.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo Pablo-. A veces suele salir una corriente de aire por esa gruta;
pero hoy no siento nada. Lo que se siente es el gorgoteo del agua allá dentro en las entrañas
de la Trascava.
-Calladita está hoy -observó la Nela-. ¿Quieres echarte?
-Pues mira que has tenido una buena idea. Anoche no he dormido, pensando en lo que mi
padre me dijo, en el médico, en mis ojos... Toda la noche estuve sintiendo una mano que
entraba en mis ojos y abría en ellos una puerta cerrada y mohosa.
Diciendo esto sentose sobre la piedra, poniendo su cabeza sobre el regazo de la Nela.
-Aquella puerta -prosiguió- que estaba allá en lo más íntimo de mi sentido, abriose, como te he
dicho, dando paso a una estancia donde estaba encerrada la idea que me persigue. ¡Ay, Nela
de mi corazón, chiquilla idolatrada, si Dios quisiera darme ese don que me falta!... Con él me
creería el más feliz de los hombres, yo, que casi lo soy ya sólo con tenerte por amiga y
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