-El agua se ha puesto a temblar -dijo la Nela- y no me veo bien, señorito. Ella tiembla como yo.
Ya está más tranquila, ya no se mueve... Me estoy mirando... ahora.
-¡Qué linda eres! Ven acá, niña mía -añadió el ciego, extendiendo sus brazos.
-¡Linda yo! -dijo ella llena de confusión y ansiedad-. Pues esa que veo en el estanque no es tan
fea como dicen. Es que hay también muchos que no saben ver.
-Sí, muchos.
-¡Si yo me vistiese como se visten otras!... -exclamó la Nela con orgullo.
-Te vestirás.
-¿Y ese libro dice que yo soy bonita? -preguntó la Nela apelando a todos los recursos de
convicción.
-Lo digo yo, que poseo una verdad inmutable -exclamó el ciego, llevado de su ardiente
fantasía.
-Puede ser -observó la Nela, apartándose de su espejo pensativa y no muy satisfecha- que los
hombres sean muy brutos y no comprendan las cosas como son.
-La humanidad está sujeta a mil errores.
-Así lo creo -dijo Mariquilla, recibiendo gran consuelo con las palabras de su amigo-. ¿Por qué
han de reírse de mí?
-¡Oh!, miserable condición de los hombres -exclamó el ciego, arrastrado al absurdo por su
delirante entendimiento-. El don de la vista puede causar grandes extravíos... aparta a los
hombres de la posesión de la verdad absoluta... y la verdad absoluta dice que tú eres hermosa,
hermosa sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me digan lo contrario, y les desmentiré...
Váyanse ellos a paseo con sus formas. No... la forma no puede ser la máscara de Satanás
puesta ante la faz de Dios. ¡Ah!, ¡menguados!, ¡a cuántos desvaríos os conducen vuestros ojos!
Nela, Nela, ven acá, quiero tenerte junto a mí y abrazar tu preciosa cabeza.
María corrió a arrojarse en los brazos de su amigo.
-Chiquilla bonita -exclamó este, estrechándola de un modo delirante contra su pecho- ¡te
quiero con toda mi alma!
La Nela no dijo nada. En su corazón lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos
más hermosos. El joven, palpitante y conturbado, la abrazó más fuerte diciéndole al oído:
-Te quiero más que a mi vida. Ángel de Dios, quiéreme o me muero.
María se soltó de los brazos de Pablo, y este cayó en profunda meditación. A la fenomenal
mujer una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua.
Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen
mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin gracia, el
cabello escaso y la movible fisonomía de pájaro. Alargó su cuerpo sobre el agua para verse el
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