estudiar, y responden que son pobres y que yo tengo mucha fantesía. Nada, nada, no somos más que bestias que ganamos un jornal... ¿ Pero tú no me dices nada?
La Nela no respondió... Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la suya propia, hallando esta infinitamente más aflictiva.
- ¿ Qué quieres tú que yo te diga?-replicó al fin-. Como yo no puedo ser nunca nada, como yo no soy persona, nada te puedo decir... Pero no pienses esas cosas malas, no pienses eso de tus padres.
-Tú lo dices por consolarme; pero bien ves que tengo razón... y me parece que estás llorando.-Yo no.-Sí; tú estás llorando.
-Cada uno tiene sus cositas que llorar-repuso María con voz sofocada-. Pero es muy tarde, Celipe, y es preciso dormir.
-Todavía no... ¡ córcholis!-Sí, hijito. Duérmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches. Cerráronse las conchas de almeja y todo quedó en silencio.
Se ha declamado mucho contra el positivismo de las ciudades, plaga que entre las galas y el esplendor de la cultura, corroe los cimientos morales de la sociedad; pero hay una plaga más terrible, y es el positivismo de las aldeas, que petrifica millones de seres, matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia mecánica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religión, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y cálculos groseros, formando un todo inexplicable. Bajo el hipócrita candor, se esconde una aritmética parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en plata para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta. Su alma se va condensando, hasta no ser más que un graduador de cantidades. La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.
La Señana y el señor Centeno, que habían hallado al fin, después de mil angustias, su pedazo de pan en las minas de Socartes, reunían, con el trabajo de sus cuatro hijos un jornal que les habría parecido fortuna de príncipes en los tiempos en que andaban de feria en feria vendiendo pucheros. Debe decirse, tocante a las facultades intelectuales del señor Centeno, que su cabeza, en opinión de muchos, rivalizaba en dureza con el martillo-pilón montado en los talleres; no así tocante a las de Señana, que parecía mujer de muchísimo caletre y
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