trastienda, y gobernaba toda la casa como gobernaría el más sabio príncipe sus Estados. Ella
apandaba bonitamente el jornal de su marido y de sus hijos, que era una hermosa suma, y
cada vez que había cobranza, parecíale que entraba por las puertas de su casa el mismo Jesús
Sacramentado; tal era el gusto que la vista de las monedas le producía.
La Señana daba muy pocas comodidades a sus hijos en cambio de la hacienda que con las
manos de ellos iba formando; pero como no se quejaban de la degradante miseria en que
vivían; como no mostraban nunca pujos de emancipación ni anhelo de otra vida mejor y más
digna de seres inteligentes, la Señana dejaba correr los días. Muchos pasaron antes que sus
hijas durmieran en camas; muchísimos antes que cubrieran sus lozanas carnes con vestidos
decentes. Dábales de comer sobria y metódicamente, haciéndose partidaria en esto de los
preceptos higiénicos más en boga; pero la comida en su casa era triste, como un pienso dado a
seres humanos.
En cuanto al pasto intelectual, la Señana creía firmemente que con la erudición de su esposo el
señor Centeno, adquirida en copiosas lecturas, tenía bastante la familia para merecer el
dictado de sapientísima, por lo cual no trató de atiborrar el espíritu de sus hijos con las rancias
enseñanzas que se dan en la escuela. Si los mayores asistieron a ella, el más pequeño viose
libre de maestros, y engolfado vivía durante doce horas diarias en el embrutecedor trabajo de
las minas, con lo cual toda la familia navegaba ancha y holgadamente por el inmenso piélago
de la estupidez.
Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carecían de encantos, siendo los principales su juventud
y su robustez. Una de ellas leía de corrido; la otra no, y en cuanto a conocimientos del mundo,
fácilmente se comprende que no carecería de algunos rudimentos quien vivía entre risueño
coro de ninfas de distintas edades y procedencias, ocupadas en un trabajo mecánico y con
boca libre. Mariuca y Pepina eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes y erguidas como
amazonas. Vestían falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso pie descalzo, y sus
rudas cabezas habrían lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las mujeres de la Caria.
El polvillo de la calamina que las teñía de pies a cabeza, como a los demás trabajadores de las
minas, dábales aire de colosales figuras de barro crudo.
Tanasio era un hombre apático. Su falta de carácter y de ambición rayaban en el idiotismo.
Encerrado en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de toda contrariedad,
de todo placer, de toda pena, aquel joven, que ya había nacido dispuesto a ser máquina, se
convirtió poco a poco en la herramienta más grosera. El día en que semejante ser tuviera una
idea propia, se cambiaría el orden admirable de todas las cosas, por el cual ninguna piedra
puede pensar.
Las relaciones de esta prole con su madre, que era la gobernadora de toda la familia, eran las
de una docilidad absoluta por parte de los hijos y de un dominio soberano por parte de la
Señana. El único que solía mostrar indicios de rebelión era el chiquitín. La Señana, en sus
cortos alcances, no comprendía aquella aspiración diabólica a dejar de ser piedra. ¿Por ventura
había existencia más feliz y ejemplar que la de los peñascos? No admitía, no, que fuera
cambiada, ni aun por la de canto rodado. Y Señana amaba a sus hijos; ¡pero hay tantas
maneras de amar! Ella les ponía por encima de todas las cosas, siempre que se avinieran a
trabajar perpetuamente en las minas, a amasar en una sola artesa todos sus jornales, a
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