-¡Pobrecita! Tú trabajarás en las minas...
-No, señor. Yo no sirvo para nada -replicó sin alzar del suelo los ojos.
-Pues a fe que tienes modestia.
Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de
menudas manchitas parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz,
negros y vividores los ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello
dorado-oscuro había perdido el hermoso color nativo por la incuria y su continua exposición al
aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo;
pero aquella sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado
de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea;
pero quizás podía merecer elogios, aplicándole el verso de Polo de Medina: «es tan linda su
boca que no pide». En efecto; ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella
miserable el hábito degradante de la mendicidad callejera.
Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre
sus gruesos dedos.
-¡Pobrecita! -exclamó-. Dios no ha sido generoso contigo. ¿Con quién vives?
-Con el señor Centeno, capataz de ganado en las minas.
-Me parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿De quién eres hija?
-Dicen que mi madre vendía pimientos en el mercado de Villamojada. Era soltera. Me tuvo un
día de Difuntos, y después se fue a criar a Madrid.
-¡Vaya con la buena señora! -murmuró Teodoro con malicia-. Quizás no tenga nadie noticia de
quién fue tu papá.
-Sí, señor -replicó la Nela con cierto orgullo-. Mi padre fue el primero que encendió las luces en
Villamojada.
-¡Cáspita!
-Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las calles -dijo la
muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia-, mi padre era el encargado de
encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era también
soltera, según dicen. Mi padre había reñido con ella... Dicen que vivían juntos... todos vivían
juntos... y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las
mechas, la aceitera... Un día dicen que subió a limpiar el farol que hay en el puente; puso el
cesto sobre el antepecho, yo me salí fuera y caíme al río.
-¡Y te ahogaste!
-No, señor; porque caí sobre piedras. ¡Divina Madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo
muy bonita.
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