-Aguarda, hija, no vayas tan a prisa -dijo Golfín deteniéndose- déjame encender un cigarro.
Estaba tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente
adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la
Nela, diciendo con bondad:
-A ver, enséñame tu cara.
Mirábale la muchacha con asombro, y sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como
chispa, en el breve instante que duró la luz del fósforo. Era como una niña, pues su estatura
debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto
mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio
de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo en que ha entrado o debido
entrar el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablement e proporcionada, y su
pequeña cabeza remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Alguien decía que era
una mujer mirada con vidrio de disminución; alguno que era una niña con ojos y expresión de
adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable
atraso.
-¿Qué edad tienes tú? -preguntole Golfín sacudiendo los dedos para arrojar el fósforo, que
empezaba a quemarle.
-Dicen que tengo diez y seis años -replicó la Nela, examinando a su vez al doctor.
-¡Diez y seis años! Atrasadilla estás, hija. Tu cuerpo es de doce, a lo sumo.
-¡Madre de Dios! Si dicen que yo soy como un fenómeno -manifestó ella en tono de lástima de
sí misma.
-¡Un fenómeno! -repitió Golfín poniendo su mano sobre los cabellos de la chica-. Podrá ser.
Vamos, guíame.
La Nela comenzó a andar resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir
siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compañía.
Iba descalza: sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo,
con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda sencilla y no muy larga,
denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos,
rizados con nativa elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo. Sus
palabras, al contrario, sorprendieron a Golfín por lo recatadas y humildes, dando indicios de un
carácter formal y reflexivo. Resonaba su voz con simpático acento de cortesía, que no podía
ser hijo de la educación, y sus miradas eran fugaces y momentáneas, como no fueran dirigidas
al suelo o al cielo.
-Dime -le preguntó Golfín- ¿tú vives en las minas? ¿Eres hija de algún empleado de esta
posesión?
-Dicen que no tengo madre ni padre.
15