Observaba la manta y entre las mantas una cabeza cadavérica y de aspecto muy desagradable.
En efecto, parecía que la nariz de la Nela se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su
boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos más ralos, su frente más angosta. Con
los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos labios, la infeliz parecía
hallarse en la postrera agonía, síntoma inevitable de la muerte.
-¡Ah! -dijo Pablo- mi tío me dijo que Florentina había recogido una pobre... ¡Qué admirable
bondad!... Y tú, infeliz muchacha, alégrate, has caído en manos de un ángel... ¿Estás enferma?
En mi casa no te faltará nada... Mi prima es la imagen más hermosa de Dios... Esta pobrecita
está muy mala, ¿no es verdad, doctor?
-Sí -dijo Golfín-, le conviene estar sola y no oír hablar.
-Pues me voy.
Pablo alargó una mano hasta tocar aquella cabeza que le parecía la expresión más triste de la
miseria y desgracia humanas. Entonces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo. Pablo se
creyó Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro; tanta era la tristeza y el dolor que en
aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, tostada y
áspera y tomó la mano del señorito de Penáguilas, quien al sentir su contacto se estremeció de
pies a cabeza y lanzó un grito en que toda su alma gritaba.
Hubo una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las catástrofes del espíritu,
como para hacerlas más solemnes.
Con voz temblorosa, que en todos produjo trágica emoción, la Nela dijo:
-Sí, señorito mío, yo soy la Nela.
Lentamente y como si moviera un objeto de mucho peso, llevó a sus secos labios la mano del
señorito y le dio un beso... después un segundo beso... y al dar el tercero, sus labios resbalaron
inertes sobre la piel del mancebo.
Después callaron todos. Callaban mirándola. El primero que rompió la palabra fue Pablo, que
dijo:
-Eres tú... ¡Eres tú!...
Después le ocurrieron muchas cosas, pero no pudo decir ninguna. Era preciso para ello que
hubiera descubierto un nuevo lenguaje, así como había descubierto dos nuevos mundos, el de
la luz, y el del amor por la forma. No hacía más que mirar, mirar y hacer memoria de aquel
tenebroso mundo en que había vivido, allá donde quedaban perdidos entre la bruma sus
pasiones, sus ideas y sus errores de ciego.
Florentina se acercó derramando lágrimas, para examinar el rostro de la Nela, y Golfín que la
observaba como hombre y como sabio, pronunció estas lúgubres palabras.
-¡La mató! ¡Maldita vista suya!
Y después mirando a Pablo con severidad le dijo:
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