—Buenos días, Abby —dijo Shepley desde el sillón cuando doblé la
esquina.
—¿Dónde está Mare?
—Sigue dormida. ¿Qué haces levantada tan temprano? —preguntó
él, mirando el reloj.
—Ha sonado el despertador, pero siempre me despierto pronto des-
pués de beber. Es una maldición.
—Yo también —asintió él.
—Más vale que despiertes a Mare. Tenemos clase dentro de una hora
—dije, mientras abría el grifo y me inclinaba para beber.
Shepley asintió.
—Pensaba dejarla dormir.
—No lo hagas. Se enfadará si se pierde la clase.
—Ah —dijo él, levantándose—, entonces es mejor que la despierte.
Se dio media vuelta.
—Oye, Abby.
—¿Sí?
—No sé qué hay entre Travis y tú, pero sé que hará algo estúpido para
cabrearte. Es un tic que tiene. No se acerca a nadie muy a menudo, y,
por la razón que sea, contigo lo ha hecho. Pero tienes que perdonarle sus
demonios. Es la única forma que tiene de saberlo.
—¿Saber qué? —pregunté, levantando una ceja por su discurso
melodramático.
—Si podrás trepar el muro —respondió simplemente. Sacudí la ca-
beza y me reí.
—Lo que tú digas, Shep.
Shepley se encogió de hombros y desapareció en su dormitorio. Oí
unos suaves murmullos, un gruñido de protesta y después la risa dulce
de America.
Removí la avena en mi cuenco y añadí el sirope de chocolate, estru-
jando directamente el bote.
—Eso es asqueroso, Paloma —dijo Travis, vestido solo con un par de
calzoncillos de cuadros verdes.
Se frotó los ojos y sacó una caja de cereales del armario.
—Buenos días para ti también —dije, cerrando de una palmadita la
tapa de la botella.