ditas sobre la almohada que estaba a su lado—. Vamos, ven. No voy a
morderte.
—No me das miedo —dije, antes de acercarme a la cama y de dejar
caer mi libro de Biología a su lado—. ¿Tienes un boli?
Él señaló con la cabeza la mesita de noche.
—En el cajón de arriba.
Alargué el brazo sobre la cama y abrí el cajón, donde encontré tres
bolígrafos, un lápiz, un tubo de lubricante y un tarro transparente de cris-
tal rebosante de cajas de diferentes marcas de condones. Con asco, cogí
un bolígrafo y cerré el cajón.
—¿Qué? —preguntó él, mientras pasaba una página de mi libro.
—¿Has asaltado una clínica?
—No. ¿Por qué?
Le quité el tapón al boli, incapaz de ocultar la expresión de asco de
mi cara.
—Por tu provisión de condones de por vida.
—Mejor prevenir que curar, ¿no?
Puse los ojos en blanco. Travis pasaba las páginas con una ligera son-
risa en los labios. Me leyó los apuntes, recalcando los puntos principales
mientras me hacía preguntas y me explicaba pacientemente lo que no
entendía.
Después de una hora, me quité las gafas y me froté los ojos.
—Estoy rendida. No puedo memorizar ni una sola macromolécula
más. Travis sonrió y cerró mi libro.
—De acuerdo.
Me quedé quieta, sin saber cómo íbamos a arreglárnoslas para dormir.
Travis salió de la habitación al pasillo y murmuró algo al pasar por delan-
te de la habitación de Shepley, antes de abrir el agua de la ducha. Aparté
las sábanas y, después, me cubrí con ellas hasta el cuello, mientras oía el
agudo silbido del agua que corría por las tuberías.
Diez minutos después, el agua dejó de caer y el suelo crujió bajo
los pasos de Travis. Cruzó la habitación con una toalla alrededor de las
caderas. Tenía tatuajes en lados opuestos del pecho, y unos dibujos tri-
bales le cubrían los abultados hombros. En el brazo derecho, las líneas y
símbolos negros se extendían desde el hombro hasta la muñeca, mientras
que en el izquierdo se detenían en el codo, con una sola línea de texto