ción que Travis recibía de sus compañeras.
Siguió sentándose a mi lado en Historia y almorzando conmigo. No
tardé mucho en darme cuenta de que me había equivocado con él, e in-
cluso llegué a defender a Travis de quienes no lo conocían tan bien com
o yo.
En la cafetería, Travis dejó un cartón de zumo de naranja delante de
mí.
—No era necesario que te molestaras. Iba a coger uno —dije, mien-
tras me quitaba la chaqueta.
—Bueno, pues ya no tienes que hacerlo —comentó él, con un hoyue-
lo ligeramente marcado en su mejilla izquierda.
Brazil resopló.
—¿Te has convertido en su criado, Travis? ¿Qué será lo siguien-
te? ¿Abanicarla con una hoja de palmera, vestido solo con un bañador
Speedo?
Travis lo fulminó con una mirada asesina, y yo salté en su defensa.
—Tú no podrías ni rellenar un Speedo, Brazil. Así que cierra esa boca.
—¡Calma, Abby! Estaba bromeando —dijo Brazil, levantando las
manos.
—Bueno…, pero no le hables así —dije, frunciendo el ceño. La ex-
presión de Travis era una mezcla de sorpresa y gratitud.
—Ahora sí que lo he visto todo. Una chica acaba de defenderme —
dijo al tiempo que se levantaba.
Antes de irse con su bandeja, echó una nueva mirada de aviso a
Brazil, y entonces salió a reunirse con un pequeño grupo de fumadores
que estaban de pie en el exterior del edificio.
Intenté no mirarlo mientras se reía y hablaba. Todas las chicas del
grupo competían sutilmente por ponerse a su lado, y America me dio un
codazo en las costillas cuando se dio cuenta de que mi atención estaba
en otro sitio.
—¿Qué miras, Abby?
—Nada, no estoy mirando nada.
Apoyó la barbilla en la mano y meneó la cabeza.
—Se les ve tanto el plumero… Mira a la pelirroja. Se ha pasado los
dedos por el pelo tantas veces como ha pestañeado. Me pregunto si Travis
se cansará alguna vez de eso.