—Entonces no te vay as —dij o él.
Transm itía tanta desesperación que la culpa se convirtió en un nudo
en m i garganta.
—No puedo m udarm e aquí, Travis. Es una locura.
—¿Y eso quién lo dice? He pasado las dos m ej ores sem anas de m
i vida.
—Yo tam bién.
—Entonces, ¿por qué siento que no voy a volver a verte?
No supe qué responder. Había tensión en su m andíbula, pero no es-
taba enfadado. El ansia por estar cerca de él se hacía cada vez m ay or,
así que m e levanté y rodeé la encim era para sentarm e en su regazo.
No m e m iró, así que meabracéasucuelloyapretémimejillacontralasuya.
—Te darás cuenta de lo m olesta que era y entonces dej arás de
echarm e de menos—ledijealoído.
Resopló m ientras m e rascaba la espalda.
—¿Lo prom etes?
Me incliné hacia atrás y lo m iré a los oj os, m ientras le cogía la
cara con ambas manos.Leacariciélamandíbulaconelpulgar;suexpresión
merompíael corazón. Cerré los oj os y m e incliné para besarlo en la com
isura de la boca, pero se volvió, así que cogí m ás parte de sus labios de
la que pretendía. Aunque el beso mesorprendió,nomeapartédeinmediato.
Travis m antuvo sus labios sobre los m íos, pero no fue m ás allá.
Finalm ente m e aparté con una sonrisa.
—Mañana será un día duro. Voy a lim piar la cocina y después m e
iré directam ente a la cama.
—Te ay udo —dij o él.
Lavam os los platos j untos en silencio, m ientras Toto dorm ía a nues-
tros pies. Secó elúltimo plato ylo dejó enelescurridor. Despuésmecondujo
porelpasillo, apretándom e bastante la m ano. La distancia desde el um
bral del pasillo hasta la puerta de su dorm itorio parecía el doble de larga.
Am bos sabíam os que solo nos separaban unas horas de ladespedida.
En esa ocasión, ni siquiera fingió no m irar m ientras m e ponía una
de sus cam isetas para dorm ir. Él se quitó la ropa, se quedó en calzonci-
llos y se m etió baj o el cobertor, donde esperó a que m e reuniera conél.
Una vez estuve dentro, Travis m e atraj o j unto a él sin pedir perm iso
ni disculpas. Tensó los brazos y suspiró, m ientras y o enterraba la cara