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Raza, clase y género
Antiguas y nuevas aventuras del
racismo revolucionario
Enrique del Risco
Escritor
Cubano, residente en Estados Unidos
ntes de que —en medio de la conversión del castrismo a la fe capitalista,
el fragor de la economía y los números terminen ahogando los ya apagados gritos
de la ideología— convengamos en una cosa:
pocos regímenes como el inaugurado el primero de enero de 1959, si bien frustrado en lo
esencial económico, puso de moda tantos
productos del espíritu: desde las barbas y
melenas de sus héroes a la imagen de su
Santidad Guerrillera atrapada por Korda y
difundida por Feltrinelli; desde los logros
deportivos a los educativos, por más que
bastara poner un micrófono ante un deportista
para empezar a dudar de la eficacia del sistema educativo. De todos esos productos pocos
han tenido un impacto tan duradero en la
conciencia universal ―les recuerdo que escribo desde una era hípster, en la que han regresado las barbas aunque despojadas de melenas― como la llamada política racial de la
Revolución Cubana. Poco importa que
―como señalara Sir Hugh Thomas― en el
texto programático del castrismo temprano,
La Historia me absolverá (1954), no hubiera
la menor alusión al tema racial ni se mencionara la palabra “negro” una sola vez, ni siquiera como parte del espectro cromático. O
que en los albores de aquella Revolución nada
anunciara que la cuestión racial se iba a convertir en leitmotiv de los primeros años de
A
poder revolucionario. Visto a cierta distancia
se entiende. No se hubiera visto del todo
coherente que un blanco, hijo de inmigrante
español, llamara a una revolución en nombre
de la equidad racial contra un gobernante
mestizo ―negro en las estrictas categorías
raciales norteamericanas― que mal que bien
había llevado adelante una discreta política
racial y hasta fue discriminado ―como insiste
la versión oficial hasta el día de hoy― por la
burguesía cubana incluso después de haber
llegado al poder. El mismísimo Fidel Castro
―a pocos días del triunfo de la Revolución―
diría a un periodista norteamericano que la
“cuestión del color” en Cuba “did not exist in
the same way as it did in the U.S.; there was
some racial discrimination in Cuba but far
less; the revolution would help to eliminate
these remaining prejudices”1. No abundemos
demasiado en declaraciones de la misma
época en que el líder máximo de la Revolución insistía ―con persuasiva vehemencia―
en que no era comunista. Apenas un par de
meses después, en marzo de 1959, llamará a
“una campaña para que se ponga fin a ese
odioso y repugnante sistema con una nueva
consigna: oportunidades de trabajo para todos
los cubanos, sin discriminación de razas, o de
sexo; que cese la discriminación racial en los
centros de trabajo”2. Por poco o mucho racismo que hubiese en Cuba antes de 1959, a la
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