En el Tratado de nuestro santo encontramos una meditación profunda sobre
la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir, para vivir en el
completo abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino también a lo que a él
le complace, a su «bon plaisir», a su beneplácito. En la cumbre de la unión con
Dios, además de los arrebatos del éxtasis contemplativo, se coloca ese fluir de
la caridad concreta, que está atenta a todas las necesidades de los demás y que
él llama «éxtasis de la vida y de las obras».
Leyendo el libro sobre el amor de Dios, y más aún las numerosas cartas de
dirección y de amistad espiritual, se nota bien qué gran conocedor del corazón
humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana de Chantal escribe:
«Esta es la regla de nuestra obediencia, que os escribo con letras mayús-
culas: H A C E R TO D O P O R A M O R , N A D A P O R L A F U E R Z A ,
AM AR M ÁS LA O BED I EN CI A Q U E TEM ER LA D ES O BED I EN -
CI A. Os dejo el espíritu de libertad, ya no el que excluye la obediencia, pues
esta es la libertad del mundo; sino el que excluye la violencia,
el ansia y el escrúpulo» (Carta del 14 de octubre de 1604).
No por nada, en el origen de muchos de los caminos
de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo
encontramos precisamente las huellas de este maestro,
sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni el
heroico «caminito» de santa Teresa de Lisieux.
Queridos hermanos y hermanas, en un
tiempo como el nuestro que busca la libertad,
incluso con violencia e inquietud, no se debe
perder la actualidad de este gran maestro de
espiritualidad y de paz, que lega a sus discí-
pulos el «espíritu de libertad», la verdadera,
como culmen de una enseñanza fascinante y
completa sobre la realidad del amor.
San Francisco de Sales es un testigo
ejemplar del humanismo cristiano. Con su
estilo familiar, con parábolas que tienen a
menudo el batir de alas de la poesía, recuer-
da que el hombre lleva inscrita en lo más
profundo de su ser la nostalgia de Dios y que
sólo en él encuentra la verdadera alegría y su
realización más plena.
(Extractado de la catequesis de Benedicto XVI, del 2 de marzo de 2011)
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