San Francisco de Sales
La fascinación del Amor
Queridos hermanos y hermanas: «Dios es el Dios del corazón humano»
en estas palabras aparentemente sencillas captamos
la huella de la espiritualidad de un gran maestro, del que quiero hablaros hoy,
san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia. Nació en 1567 en una
región francesa fronteriza... Vivió a caballo entre dos siglos, el XVI y el XVII,
recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo
que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia
hacia lo absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación fue muy
esmerada […] En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento
de san Agustín y de santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo
indujo a interrogarse sobre su salvación eterna y sobre la predestinación de
Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como verdadero drama espiritual las
principales cuestiones teológicas de su tiempo. Oraba intensamente, pero la
duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas casi no logró
comer ni dormir bien. En el culmen de la prueba, fue a la iglesia de los domi-
nicos en París y, abriendo su corazón, rezó de esta manera:
«Cualquier cosa que suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos
caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para
mí...; tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré,
Señor (...), te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia,
y repetiré siempre tu alabanza... ¡Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi espe-
ranza y mi salvación en la tierra de los vivos!»
A sus veinte años Francisco encontró la paz en la realidad radical y libera-
dora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor
divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo,
independientemente de lo que me dé o no me dé. Así encontró la paz y la cues-
tión de la predestinación —sobre la que se discutía en ese tiempo— se resol-
vió, porque él no buscaba más de lo que podía recibir de Dios; sencillamente
lo amaba, se abandonaba a su bondad. Este fue el secreto de su vida, que se
reflejará en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.
Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor
y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió en
obispo de Ginebra, en un período en el que la ciudad era el bastión del calvi-
nismo, tanto que la sede episcopal se encontraba «en exilio» en Annecy. Pastor
de una diócesis pobre y atormentada, en un enclave de montaña del que cono-
cía bien tanto la dureza como la belleza, escribió:
(Tratado del amor de Dios, I, XV) :
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