salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con
Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habi-
tar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su
Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una ampli-
tud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir,
una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo
nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exqui-
sito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre...
Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo:
«Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida».
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo,
prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio
de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como
dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn
7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así,
el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra
reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como
gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente
de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada
sacerdote deberían transformarse, a partir
de Cristo, en fuente que comunica vida a
los demás. Deberíamos dar el agua de la
vida a un mundo sediento.
Señor, te damos gracias porque
nos has abierto tu corazón; porque
en tu muerte y resurrección te has
convertido en fuente de vida.
Haz que seamos personas
vivas, vivas por tu fuente, y
danos se también nosotros fuente,
de manera que podamos dar agua
viva a nuestro tiempo.
Te agradecemos la gracia del
ministerio sacerdotal.
Señor, bendícenos y bendice
a todos los hombres de este tiempo
que están sedientos y buscando. Amén.