Lo que hace un nombre
Tenía cinco años cuando me regalaron mi primer y último perro. Me lo entregaron en la parte trasera de la bermella. Allí sentada sobre el frío metal lo recibí con los brazos abiertos. Era tan blanco, tan nervioso y arisco que en ese mismo momento le puse el nombre de alguien que era tan lechoso como él, pecoso, con unos rizos pelirrojos que hacían de su cara algo original, el primo simpático de la familia, mayor que yo y poco hablador. Yo sujetaba aquella nueva adquisición entre mis manos, orgullosa. Por muy feo que fuera era mío. Sin embargo el animalito se revolvió y me mordió. Me clavó los dientes en el muslo y no lo quise soltar. Aguanté la presión de su pequeña mandíbula sobre mi carne por temor a dejarlo caer. Me lo acabaron quitando de las manos y no pude volver a tocarlo aunque siguiera siendo mi perro con nombre de hombre. Veinte años después aquel a quien convertí en un hombre con nombre de perro también me mordió pero lo hizo por pura curiosidad, como muerden los humanos, para saber qué se siente, por puro aburrimiento. Y sólo ahora descubro que la culpa la tuvo el nombre. Sin querer transformé a una pobre bestia en humano y a un humano en bestia.
Estefanía Farias
Española residente en Almere (Paises Bajos)