La nota
Sabía perfectamente que aquella solución era infantil. Pero la vida le había golpeado tantas veces en el mismo sitio que quería, por una vez, ser él quien le diera una bofetada al destino.
Recordaba, mientras sentado en una incómoda silla de una cafetería tomaba un café descafeinado y poco agradecido en aroma, aquellos momentos donde todo parecía cambiar. Su juventud de entonces, le animaba a seguir el rumbo que se le antojaba. No tenía mayor compromiso que su trabajo, al que entraba muy temprano -casi de noche aún- y salía antes de la hora de ir a buscar el sustento del mediodía. Hoy ya con medio camino hecho, con sus casi 50 años, se veía incompleto.
Ya lo tenía todo planeado. Sabía lo que buscaba. Sabía qué podía ofrecer. Pero no sabía con qué podría encontrarse. Las dudas planeaban sobre su mente confusa a pesar de haber tomado ya la decisión. Pero no quería dar marcha atrás. ¿Para qué?
Con aire taciturno, sorbía brevemente el café, aún caliente. Quizás pensase no acabárselo. Pero el café le ayudaba a entonarse un poco y quitarse de encima una embriaguez mental que no le dejaba despejarse. Echó mano al interior de su chaqueta y sacó una cartera marrón. De ella, con sumo cuidado, sacó un pequeño trozo de papel bien doblado. Lo extendió sobre la mesa y comenzó a repasar lo que había escrito en él. Cuando terminó su lectura, una sonrisa socarrona asomó a sus labios.
Mientras guardaba el papel con mimo, asió de nuevo su cartera. Quien estuviese cerca podía fijarse en el retrato de una mujer joven que estaba en uno de los compartimentos destinado a las fotografías; sus dedos pasaron sobre la imagen, sus ojos también. Y tacto y vista acariciaron el rostro en papel de la joven mujer. Dejó la cartera sobre la mesa, absorto en ella; de repente de un golpe seco la cerró y la guardó presurosamente. Se levantó con premura de aquél incómodo asiento y apuró, de pie, lo que le quedaba de café.
Salió apresuradamente del local, tenía que empezar su misión. Quería iniciar el asunto al que llevaba demasiados días dándole vueltas. Dirigía sus pasos con firmeza, sin embargo, cada nuevo paso que daba le ahondaba en dudas. No las tenía toda consigo. ¿Estaría haciendo bien? ¿No sería un acto banal?
La calle estaba pletórica de gente. No sabía dónde acometer la labor. Sentía temor por si alguien le veía, por si alguien se paraba a curiosear mientras llevaba a cabo su empresa. No estaba seguro si esperar a que fuese más tarde, pero como quiera que la cantidad de personas en ese radiante día le aturdía, creyó oportuno buscar auxilio en el cobijo de la noche.
La noche. La eterna guardiana de secretos, de conspiraciones, de entramados, de confidencias. La noche se aliaba con él y era consciente de ello. Necesitaba que su misión se realizara en un lugar donde concurriesen muchas personas durante el día, tenía que resultar efectista y efectiva: tenía que verse. No debía pasar desapercibido porque, en ese caso, habría fracasado.
Salió andando desde su refugio particular, un parque cercano donde las parejas se ofrecían en amor etéreo. Él paraba muchas veces allí; le gustaba caminar mientras emulaba paseos pasados en otra compañía que no era la suya propia. De hecho esa compaña le sabía mal. Era triste, sin conversación, le servía para culparse, para justificarse en su propia desolación.