Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 189
derramar parte del preciado líquido en mi sexo desnudo.
Después empezó a lamérmelo por primera vez y yo volví a abandonarme. Volví
a excitarme. Volví a correrme y me importó nada y menos que me diese permiso o
no porque necesitaba gritar y sacar fuera en forma de orgasmo cada emoción, cada
sensación, cada golpe, cada persona y cada novedad que, en sólo día y medio,
había tenido la suerte de conocer y vivir por no haberme bajado de ningún tren.
Después de correrme, ya no pude soportar más la lengua de EL MAESTRO
sobre mi coño y, bruscamente, me levanté de la cama para ser yo la que con un
empujón hiciese a Sapiens tumbarse en ella, desabrocharle la bragueta, quitarle los
pantalones y comerme su polla con más voracidad que ayer y con más avidez de la
que me había llevado a saborear aquellos platos regionales.
En un principio creí que el AMO del norte no podía hacer otra cosa más que
dejarse hacer, dejarse besar, dejarse mamar, dejarse querer y abandonarse al
disfrute, pero sólo en un principio...
¿Abandonarse? ¿Sapiens? ¡Imposible! El AMO no podía evitar controlar,
mandar, someter, dominar y supuse que, precisamente por esa razón, se vengó
inconscientemente de mi iniciativa anterior, levantándose y obligándome a
ponerme frente a la cama, de espaldas a ÉL, apoyando los brazos en el colchón, y
con una posición idéntica a la que mostraba la mujer de la portada de La buena
sumisa. Un segundo después de esta postura forzada, EL MAESTRO rebuscó entre
su maleta y volvió con un líquido frío y viscoso que restregó por mi trasero. Creo
que era el lubricante de ayer, aunque enseguida dejé de creer, pensar, analizar,
racionalizar o llevar a cabo cualquier otra acción con la cabeza porque só lo pude
sentir, sentir y sentir. Entre otras cosas, la brusquedad del dedo que Sapiens
introdujo súbitamente en mi culo, girándolo y como queriendo dar de sí al orificio.
Grité de nuevo, pero poco le importó a ese hombre que sólo sacó su dedo para
volverlo a introducir cada vez con más ímpetu. Creo que me moría de no sé qué,
aunque, para variar, no pude creer o racionalizar nada porque Sapiens sólo me
permitió volver a sentir cómo sacaba su dedo para, preciso, vehemente y
autoritario, decidirse a follarme como si lo hubiese estado haciendo toda la vida, al
tiempo que con más cuidado que ayer repetía los ya perennes manotazos, en mis
también ya perennes doloridas nalgas.
Esta vez grité más que nunca, quizás porque también más que nunca pensé que
me marearía de un momento a otro. Por suerte, durante esa sensación que sólo
duró segundos, Sapiens tuvo la delicadeza de no moverse ni un milímetro, aunque
pasados esos instantes, sus caderas empezaron a regalarme unas suaves oleadas
que acompañó con un regalo maravilloso: sus hábiles dedos que con una mano
acariciaban mis pezones y, certeramente con la otra, mimaban mi clítoris