Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Página 186

Capítulo 14 Mi AMO me ama El vehículo arrancó sin que durante el trayecto al hotel de la Barceloneta, ni Sapiens ni yo pronunciásemos una sola palabra. Tampoco hablamos una vez que llegamos a la habitación de ese hotel de paredes fantasmagóricas, rocambolescas barandillas de forja negra, techos interminables y suelos de madera que crujen. Ni siquiera charlamos mientras EL MAESTRO se dedicaba a realizar nuevas tareas que, por descontado, no pude comprender, como, por ejemplo, la de llenar la bañera cuidando que el agua no estuviese ni demasiado caliente ni demasiado fría, y rociarla con jabón líquido de glicerina para crear un maravilloso efecto de nube con las pompas de jabón y la espuma. AMOSAPIENS me miró con los ojos vidriosos de nuevo mientras me quitaba la túnica blanca y me daba la mano para ayudarme a introducirme en el agua. Hice un gesto de dolor que acompañé con un leve quejido cuando el líquido alcanzó por fin mis nalgas doloridas y, sobre todo, una espalda que con toda seguridad y viendo el insoportable escozor que estaba sintiendo, sería portadora de unas heridas más que considerables. Supongo que Sapiens, sin necesidad de mirarla, sabía de mis contusiones y llagas, y quizás pretendía desinfectarlas o calmarlas con ese baño. Un baño, por cierto, en el que estuve muy cerca de desmayarme otra vez, aunque no sé si de hambre, de dolor, de escozor o de cansancio por tanta y tanta emoción, desconocida y ya incuestionable por mi gastada cabeza. Cerré los ojos un tiempo largo, aunque Sapiens no quiso dejar que me abandonase a ese letargo y me echó suavemente agua por la cara como queriendo evitar mi sueño. Después me agarró de los brazos, me levantó de la bañera, me ayudó a salir de ella, y una vez fuera, cogió toallas limpias y empezó a secarme con la mayor de las ternuras que le había visto hasta ahora. Noté de nuevo vidriosos sus ojos cuando otro aullido se me escapó, sin querer, justo en el momento en el que EL MAESTRO echó una toalla por mi espalda y me dio de lleno en la fuente de un dolor insoportable. Entonces decidió retirar ese paño de suave felpa blanca del dorso y llevarme en brazos hasta la cama, cargándome sobre su hombro, cuidándose de no rozarme las heridas y poniendo especial hincapié en tumbarme boca abajo. Allí, sobre un colchón revestido de sábanas impolutamente blancas y con parsimonia de enfermero meticuloso, Sapiens utilizó en mi cura un paquete entero