Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 178
mordí los labios, tensé y endurecí mi cuerpo como si fuera una piedra, hasta el
punto de que me parecía que iba a estallar, e incluso crucé las piernas que ya se
habían relajado y entreabierto para colaborar con las acciones de aquel ángel; un
ángel que, de nuevo comprensivo con la extraña y dolorosa situación, me las abrió
con suavidad para regalarme otra vez sus mimos.
Intenté abandonarme de nuevo a las caricias, presiones y lametazos que Amélie
ejercía sobre mi sexo, al tiempo que recibía aquellos golpes que ya supe con certeza
que venían de un látigo y no de un simple cinturón. Me moría de dolor y, varias
veces, estuve a punto de pronunciar la palabra ÁRBOL, pero un extraño amor
propio me impedía dejar salir ese vocablo de mi boca.
Se me saltaron las lágrimas y puse todo de mi parte para soportar aquello, o
bien excitándome cuando bajaba la cabeza para ver las acciones de aquella mujer
sobre mi pubis, o bien pensando que quizás Sapiens estaría disfrutando con todo
esto o, por último, recordando e intentando aplicar, para mi beneficio, una de las
ya para mí sagradas 55 reglas de oro de una esclava:
Desarrolla tu capacidad de autocontrol sobre las sensaciones dolorosas para mejorar
progresivamente tus prestaciones. Verás gozar a tu Amo y Señor y te sentirás satisfecha de
conseguirlo.
Aunque intuía su dolor por mi dolor y, contradictoriamente también, su placer por
ese dolor que me resultaba casi insoportable, no podía ver gozar a mi AMO y
Señor porque de Sapiens sólo me llegaba una sombra escondida en algún rincón
del habitáculo. Además no podía pensar en ÉL porque sentí que mi espalda
sangraba y me abrasaba con una quemazón brutal, directamente proporcional a
cada golpe y chasquido seco que seguía retumbando en aquella cueva.
Tuve que sufrir varios latigazos, y quizás porque aunque no la pronuncié en voz
alta, la palabra ÁRBOL fue dibujada por mis labios cuando estuve a punto de
desmayarme, Sapiens se decidió, ¡por fin!, a aparecer en la escena para presionar
de nuevo esa palanca y terminar con mi suspensión, al tiempo que con una esponja
húmeda mojaba sin cesar mi cara. Me sentí aliviada por el agua, pero mucho más
aún porque pude divisar al demonio pelirrojo: sin duda, ver a aquel bicho delante de
mí era señal de que ya no se encontraba detrás para azotarme de nuevo.
Caí de bruces al suelo, exhausta, aunque libre de ataduras y, a los pocos
minutos, sólo tuve el impulso de levantarme como pude para abrazar a aquella
mujer, no sé si como agradecimiento por lo que me había hecho, por la excitación
que me produjeron sus caricias, por la necesidad de ese afecto de adulto que tiene
un niño cuando se ha hecho una herida o con ánimo de calmar el dolor o el terrible
miedo que sentía y, sin rubor, delataban mis lágrimas difusas.