Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 176

pantalones e izar sus brazos para poder bajármelos más fácilmente, sobre todo si yo, solícita, colaboraba con ella girando suavemente la cadera y la cintura para que pudiera maniobrar mejor. Después, Amélie coronó mi casi desnudez con un toque tan femenino como fetichista porque, tras quitarme los pantalones, aquel ángel no dudó en volver a calzarme con mis interminables zapatos de aguja, aunque estaba claro que, al estar suspendida en el aire, no tendría que pisar o caminar por ningún sitio. Y allí estaba yo: colgada del techo, con un doloroso tirón en los hombros y casi desnuda porque Amélie, quizás solidaria con mi extraña situación, no me había quitado el tanga negro con remates plateados, el corsé que tanto gustaba a Sapiens y, por descontado, mis inoperantes zapatos de tacón alto. Creo que permanecí así unos minutos en los que tuve la extraña sensación de que tanto los Amos como Amélie me miraban como si fuese una pieza de colección, una especie de joya expuesta en una singular vitrina o un animal salvaje recién cazado. Pero no, en ese momento aún no me di cuenta de que, en realidad, no era nada de eso. Era, o al menos allí pretendían que así fuera, la nueva perra de Sapiens que, en una ceremonia de iniciación BDSM, iban a intentar domar tres extraños seres, a través de una peculiar sesión sadomasoquista. El dolor de hombros y mi desnudez pasaron a un segundo plano cuando aquella mujer, de nuevo frente a mí, volvió a quitarme los zapatos para comenzar a lamerme cada dedo de los pies, del mismo modo que antaño y en el chat hizo una tal ramera con un tal solitario. Su lengua pasaba de dedo a dedo, de pie a pie, de pierna a pierna, hasta que tras haber recorrido por completo con esa capa de saliva mis dos extremidades inferiores, se detuvo en el vértice que unía a ambas. Ese ángel, del que desde aquella posición sólo me permitía verle la coronilla, miró hacia arriba para apartar el tanga negro de mi pubis, abrir suavemente mis labios mayores con sus manos y pasar al instante siguiente a presionar mi clítoris, como sólo una mujer sabe que debe presionarse ese botoncillo juguetón. No podía verlo en la oscuridad del rincón en el que supuse permanecía impasible y a modo de espectador, pero me imaginé a Sapiens tan excitado como estaba empezando a excitarme yo que, irónicamente, tanto había asegurado y hasta afirmado con rotundidad que no me gustaban las mujeres. Nuestras conversaciones sobre «tríos» invadieron mi cabeza mientras disfrutaba los regalos de Amélie: —Lo siento, perrita, pero no te permitiría tener un sumiso porque no me van los tíos.