Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 169
aunque en algunos momentos no entiendas ciertas cosas. Te prometo que todo lo
que ocurra esta noche lo he preparado sólo para ti. ¿Está claro?
—Sí, AMO, está claro —contesté un poco asustada ante tanta advertencia
extraña.
—Bien. Ahora debes prestarme mucha más atención. Necesito que busques una
palabra fácil, muy fácil de recordar, pero que no sea hola, gracias, adiós u otra que
pronuncies siempre.
—No te entiendo, ¿por ejemplo?
—Por ejemplo, no sé: ¿qué tal papel, árbol, esquina, túnica, cuento, foto, palabra,
estrella...?
—Árbol. Me gusta mucho árbol. Es fácil, natural, llana, campestre...
—¡Estupendo! Mírame bien —dijo Sapiens, cogiéndome de nuevo por los
hombros—. Si esta noche te sobrepasa alguna situación, di fuerte y claramente
ÁRBOL. ÁRBOL, ¿entiendes? Pero sólo en el caso de que alguna situación te
sobrepase, ¿vale?
—OK, AMO —respondí más asustada que nunca.
—Está bien, perrita. La palabra ÁRBOL será nuestra contraseña...
Un taxi nos condujo por una nocturna, amplia y luminosa Barcelona, hacia la
dirección que Sapiens indicó y, por supuesto, yo no fui capaz de memorizar. Al
cabo de poco tiempo reconocí fácilmente las Ramblas, y por una de sus calles
paralelas, el taxista terminó su carrera en un local revestido de ladrillo mate. Tras
pronunciar no sé qué contraseña, EL MAESTRO entró y, sin rechistar, le seguí por
los pasillos de ese lugar que, según me pareció leer en un pequeño letrero de la
entrada, creo que se llamaba Rosas, Rosa’s, Roses o algo parecido. Es cierto que no
me esperaba luces de verbena, pero el ambiente me resultó demasiado lúgubre, en
tanto que la música, que no pude calificar dentro de un estilo concreto, me fascinó
envolviéndome con estridentes y parsimoniosos acordes, además de solos que, en
cuestión de segundos, pasaban de ser muy agudos a muy graves, y al mezclarse
con los eróticos acordes de un saxo decadente, me parecieron perfectos para aquel
entorno aún no catalogado por mis antenas.
Llegamos a una barra de bar, que bien podría ser una barra cualquiera de los
millones de bares que andan repartidos por el país, si no fuera por los cuadros que
adornaban la pared con fotos de instrumentos de tortura como sacados de una
película sobre la Inquisición, o por las bellas mujeres que caminaban desnudas por
allí, tomaban una copa y exhibían con orgullo unos collares de perro, del que