Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 167
tarde maravillosa. Yo voy al hotel a darme una ducha y volveré a por ti, no sé:
¿qué tal a eso de las diez?
—Llevas razón, AMO. Y vale: las diez me parece una hora estupenda.
—¡Ésta es mi sumi optimista! Por cierto, es sólo una sugerencia, pero sé que en
el sitio al que iremos esta noche te sentirías especialmente bien con ese precioso
corsé negro que encontré ayer encima de la cama, cuando subí a encender los
cirios. ¡Hummmmmmmmmmm!, ¿cómo sabías que me encantan los corsés?
—¿Y tú cómo sabías que pensaba estrenarlo hoy? ¿Eh, AMO fetichista y cotilla?
Sapiens y yo nos despedimos, y sin distinguir si era desconsiderada o no, lo cierto
es que me gustó mi ratito de soledad y libertad. Seguí paseando por la orilla del
mar, toqué varias veces el agua e incluso me senté en la playa, sin miedo a
embadurnarme de arena y mancharme los vaqueros, porque una maravillosa
puesta de sol me sugirió aquel gesto rústico, salvaje y hasta un poco hippie.
Alrededor de las ocho decidí comerme una chocolatina y tomar otro café con
leche por un bar que me pillaba de paso, aunque no sé si necesitaba cafeína o si,
simplemente, pretendía acudir al hotel con la dosis necesaria de cafeína, para
relajarme en todos los sentidos, y arreglarme después con tranquilidad.
En esta ocasión, y como llevando la contraria al estilo del hotel de ayer, el de
hoy sí era antiguo, de techos altos, inmensas y rocambolescas barandillas de forja
negra, suelos de madera que crujen y pasillos fantasmagóricos. ¡Me encantó!
Quizás porque, al igual que la terracita con vistas al mar, prefiero una y mil veces
los sitios con sabor que el lujo de lo que ahora llaman diseño a todas horas, aunque
sepa reconocer que todo tiene su momento y su razón de ser.
La habitación ya no parecía «mi habitación», sino «la nuestra», porque las toallas
usadas por Sapiens en la ducha, más los potingues de hombre tipo masaje, más
objetos varoniles como las maquinillas de afeitar, más la maleta negra tamaño fin
de semana que permanecía tranquilamente dormida en un rincón, no dejaban
lugar a dudas. Claro que, si no dejaban lugar a dudas, supuse que eso significaba
que dormiríamos juntos esa noche. Mi AMO era imprevisible, pero ¡me encantaba
la idea!
Repetí una secuencia que me resultaba familiar: leer unas instrucciones
absurdas para utilizar correctamente un artefacto tormentoso, tumbarme de
costado esperando a que hiciera su efecto y, ¡zas!, estrenar el baño de la habitación
217 de un hotel con vistas al mar, situado en la Barceloneta.
Después de esto, y exceptuando el yacusi, tampoco cambió demasiado la