Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 156

mesita plegable vestida con mantelitos impolutamente blancos, y portadora de vino, jamón serrano y queso manchego, reposaba sobre la cama que antes había sostenido nuestra desaforada libido. —¡Qué buena idea lo de pedir algo de comer, AMO! —Pues la de pedir vino no se queda atrás. ¡Salud, sumi! —¡Salud, AMO! Terminamos de devorar los víveres ibéricos con más voracidad que antes habíamos devorado otras cosas, pero justo tras el último bocado, Sapiens retiró la mesita de la cama para tumbarme en ella con la misma ternura de antes. Creo que se aprovechó del abandono que me proporcionó aquel relax para, a traición, esposarme al cabecero de la cama. Mis protestas no impidieron que EL MAESTRO acudiera al baño y regresara de allí con varias toallas, cuchillas de afeitar desechables y una palangana llena de agua jabonosa. Es más: parecía que él respondía a mis protestas subiendo más y más el volumen de las óperas que minutos antes habíamos dejado casi al mínimo para cenar con tranquilidad. Y llegó un momento en el que ya no protesté, aunque una sátira sonrisa de Sapiens me hizo pensar que ese AMO del norte había resurgido de sus cenizas como el ave fénix. —No quiero follarte sin el rito iniciático que te mereces. —No te entiendo, AMO. No te entiendo... —Pronto lo entenderás, perrita. Muy pronto lo entenderás. Mio babbino caro cantaba la soprano a todo volumen, cuando Sapiens me abrió las piernas con suavidad, haciéndome doblar las rodillas al tiempo que colocaba las plantas de mis pies sobre el colchón, a modo de turbadora visita al ginecólogo. El mimo y el cariño se le escapaba en cada gesto, como aquel en el que rompió el precinto que envolvía a una nueva, pero a la vez, brocha de barbero de las de toda la vida, para mojarla en el agua jabonosa de la palangana y posarla después por cada rincón de mi sexo, ya expuesto a su merced. Es cierto que hacía poco más de veinticuatro horas que la peluquera me había depilado con cera, pero pese a que le di permiso para que entrase también en los labios, faltaba la fina ristra de pelillos rizaditos que tapaba mi más íntima abertura. Después del fascinante momento del jabón y el consecuente recreo de Sapiens