Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 154

es comprobar que usarte le produce más placer cada día. —Gracias, AMO. Pégame más, AMO. Quiero comerme tu polla, AMO. Tu placer es mi placer, AMO. Por favor, fóllame, AMO. Veneré los nuevos latigazos de cinturón, cada tirón de pelo y todos los manotazos que sufrían mis nalgas, al tiempo que mi coño se calentaba como un horno que pide a gritos pan. Me sentí como la más guarra de las guarras, pero no tuve tiempo de plantearme si me convertía o no en sumisa el hecho de que me encantase rogar, pedir permiso, pronunciar la palabra AMO cada tres por dos, o la evidente sensación de sentirme dominada y a merced de un hombre rabioso que, en cuestión de segundos, mutaba su violencia erótica en una ternura sin igual. Porque cuando rogué a Sapiens que me follara sin piedad, el rocambolesco AMO del norte me dio la vuelta, colocándome cara a cara y frente a ÉL. Me despertó un cariño inmenso cuando observé los ojos vidriosos de Sapiens, aunque no distinguí si ese asomo de brillo se debía a una excitación de lobo que ya rebasaba todos los límites, al hecho de que yo, dejándome llevar por mi propia fogosidad, la novedad o mi afán de juego, había empezado a entrar por el aro de su mundo BDSM, o a las dos cosas. Con un gesto entre delicado y sátiro a la vez, mi AMO cambió de tercio totalmente y empezó a tratarme como si en vez de su puta fuera una niña a la que debía cuidar y proteger: me acarició los cabellos al tiempo que me besaba los lóbulos de las orejas y hasta los ojos, bajó la minifalda a su lugar correspondiente, la desabrochó y la dejó caer al suelo, me quitó la camisa y el sostén que se encontraba de cualquier manera, excepto intentando sujetar las dos montañas de la talla 95 sobre las que, en teoría, debía situarse, me vendó los ojos, me tumbó suavemente sobre la cama y allí me dejó, ciega y a punto de llorar de emoción, de expectación, de placer o de no sé qué, durante unos instantes en los que tardó unos minutos en volver junto a mí, para besarme y acariciarme como si fuese su tesoro más preciado. Sin quitarme la venda de los ojos, Sapiens me cogió con suavidad la cabeza para incorporarme en la cama y obligarme, dulcemente, a que me sentara en el borde. Abrió mis piernas y situó su cuerpo en medio de las dos, poniendo en mi boca su polla erecta, ya libre de pantalones y calzoncillos. De nuevo me encantó el gesto, y saboreé aquel miembro con olor a jabón, mezclado con perfume de feromonas, como si se tratase del único y más preciado manjar de la tierra. Mi lengua trabajó más que en los sueños eróticos que tuve con Sapiens tan a menudo, y creo que me excitaba cada vez más por el hecho de no poder ver nada de lo que estaba pasando. A su vez, el tacto de mis manos sobre las nalgas de Sapiens que no dejaban de presionarlas con ánimo de atraerlo hacia mi boca, el olor y maravilloso sabor de su