Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 149

contaba con estatura y peso medio, me abandoné a los abrazos y besos de un AMO que no dejaba de amarrarme cada vez con más y más fuerza. Creo que me excitó tanto la falta de visibilidad, que participé activamente en la escena rodeándolo con mis brazos y, aunque ya los tenía tapados por su mano, cerrando los ojos al tiempo que mi boca y mi lengua, descaradas y desinhibidas por completo, se decidieron a lamer, besar, meterse entre los dientes, dibujar lentamente con saliva los labios de Sapiens y morder a mi opresor. No sé cuánto tiempo duró esta situación. Ni siquiera sé en qué momento Sapiens se relajó y dejó de taparme los ojos al percatarse de que yo, absorta con e sos morreos, que con toda seguridad habrían borrado hacía mucho mi pintalabios rojo de larga duración, no los abriría aunque estuviesen libres de vendas humanas. Tampoco sé cuándo el AMO de Oviedo, casi con la misma fuerza con que antes oprimió mi cintura, comenzó a apretarme las nalgas atrayéndome más y más hacia él, hasta el punto de aprovecharse de la inexistente distancia que había entre los dos para hacerme notar su sexo irreverente y apuntador en mi pubis expectante, o cuando, sin remilgos de ningún tipo, sus manos decidieron posarse sobre mis tetas, portadoras de unos pezones duros como piedras, o cuando quizás un punto de lucidez le avisó de su incapacidad para mantener las formas y disimular, y me agarró con rudeza de una mano, al tiempo que con la otra hurgaba en el bolsillo de su pantalón, sacaba un billete de cinco euros que depositó en la barra para pagar el refresco sin esperar el cambio, cogía mi abrigo del taburete y me sacaba casi a rastras del efímero torreón, camino de no sé dónde. ¡Era mi héroe! Sin saber la razón y mientras le seguía entre los oscuros pasadizos de ese castillo medieval con dirección a la salida, sentí que ese hombre al que todavía no le había visto la cara o escuchado en directo su voz, ¡era mi héroe! Un minuto después, ya en la calle, Sapiens y yo nos miramos fijamente, sonriendo, descubriéndonos y asintiendo a todo lo que acababa de ocurrir un poco antes. Lo cierto es que me gustó mucho más en persona que en la foto: tenía un actual y cuidado corte de pelo que, con sus canas repartidas por la sien y el flequillo, le hacía tremendamente atractivo; me pareció más delgado que en aquella fría instantánea, y su estilo y carisma me sedujeron cuando vi que ese hombre vestía con mi color preferido de la cabeza a los pies: pantalones vaqueros negros, modernos zapatos de cuero con cordones y calcetines también negros y una camisa, por cierto muy parecida a la mía, color cucaracha. Los ojos oscuros detrás de las gafas redondas me avisaron de esa pasión autoritaria que había vivido en la barra del castillo medieval, aunque llegué a sorprenderlo con un gesto tierno cuando posó mi abrigo sobre los hombros, y hasta con un rictus más que lujurioso