Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 139
y ese toque gamberro que pone a los hombres a mil, sobre todo cuando, sin ser
consciente, la delata una Lolita tremenda. Pero lo que aún no había averiguado es
que, más que una niña, en mi interior habitaba ese colegio cándido y perverso a la
vez, que, sin querer, tanto daño había hecho a Sapiens hace sólo unos días...
¿Y si en el fondo todo esto fuese un juego más de este colegio?, me pregunto.
Ufffff. ¡Paso palabra!, parece que responden mis ahora televisivas neuronas.
¿Dirección? Es curioso, pero me dirijo hacia el norte cuando creo que es justo lo
que he perdido. Claro que si en condiciones normales perder el norte es algo malo,
dudo que esta vez sea negativo perderlo porque me cuesta creer que sea malo lo
que me brota de dentro en forma de pálpitos, o los suspiros que se me escapan a
destiempo, o esos desatinos y divertidos despistes como el de haber olvidado en
Madrid tres de los tangas que ayer compré para la ocasión en el sex shop, tras la
difícil secuencia de la depilación. Depilación difícil, primero, porque a la peluquera
le daba reparo —según decía— meterse en el labio y extender la cera más allá de la
ingle, y segundo, porque además sudó tinta intentando captar con ese ungüento
pegajoso y caliente parte del vello púbico que apenas había podido crecer desde
que lo rasuré entero, sólo cinco días antes, en concreto desde que decidí ser
sumisa-sola.
El tren acaba de pasar por Palencia, pero ni he hecho ademán de apearme, ni me
he alterado por no bajarme. ¿Será que estaba embelesada pensando en el sex shop?
Porque ésa es otra. ¿A cuento de qué fui ayer al sex shop? No sé: supongo que acudí
buscando datos que me ayudasen a entender todo esto o, para variar, a
entenderme. De hecho, me compré la revista La buena sumisa que, por cierto, aquí
no voy a poder ni abrir. Sobre todo como el contable siga mirándome con ese
descaro, que me impedirá encontrar la manera de esconder la soez portada en la
que una chica con el culo en pompa y brazos apoyados sobre una mesa, recibe una
buena tunda de azotes, al tiempo que su difuminado perfil muestra un gesto de
satisfacción casi mística.
De todas formas, pienso que acudí al sex shop porque Sapiens, cuando creyó que
era su sumisa, ya me insinuó la necesidad de hacer «esta visitita»:
—No olvides que, como parte de tu doma, algún día te ordenaré que vayas a un
sex shop.
—¿Ya estás delirando, AMO? ¿Para qué quieres que vaya a un sex shop?
—Mira, zorra, eres mi sumisa mental, pero eso no quita que no necesitemos
«ayuda extra» para poder trabajar con ciertas cosas o practicar algunos n V