Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 132
Capítulo
10
Azotes de bienvenida
Me despierto sobresaltada, porque un gilipollas con cara de contable reprimido
pone su maleta en el portaequipajes del grupo de asientos de mi derecha con tal
cantidad de ruidos, gestos y ademanes, que parece que llevara cientos de quilates y
no unas cinco o seis camisas impolutamente planchadas por su mujer, más cinco o
seis calzoncillos ferrys de un blanco tipo anuncio de detergente con micropartículas de
lejía, más tres camisetas de tirantes igualmente inmaculadas, más pijama de nailon
granate con botones, más zapatillas de fieltro en cuadros azules y granates
también, más chaqueta azul marino para el caso de que refresque más de lo
previsto, más jersey de cuello de pico gris marengo con dos o tres corbatas rayadas
y oscuras, y más la bolsa de aseo de piel marrón con la que le obsequiaría la suegra
en la Navidad pasada, aunque fuera su esposa la que le diese contenido a ese
continente estándar, rellenándolo con un cepillo de dientes con funda, pasta dental
común Licor de algo, y el masaje y la colonia de la misma marca que, seguramente
también le regalaría su santísima el día del padre, es decir, el día de San José-Dandy.
¡Ah!, se me olvidaba: el contable reprimido seguro que ha tenido la precaución
de incluir en su maleta dos o tres pares de calcetines blancos. ¡Puaggggg!
¿Pero qué estoy haciendo? Ando tan embelesada jugando a hacer radiografías
en los equipajes ajenos, que no me he dado cuenta de que me he dormido y
despertado justo cuando el tren termina de arrancar, tras una de sus breves
paradas. ¡Imbécil! Acabo de perder otra oportunidad para acabar con todo esto.
¿Seré idiota?
¿Hora? ¿Qué hora será? Para comprobarlo, medio adormilada miro el reloj del
móvil, y digo reloj del móvil porque desde hace años me niego a oprimir las
muñecas con cualquier tipo de armatoste que controle mi tiempo... ¿Pero qué digo,
o mejor, en qué estoy pensando? ¿Muñeca?... ¡Socorro, muñeca! Es increíble la
relatividad de las cosas: ayer, como aquel que dice, muñeca hubiera sido un
sustantivo que inevitablemente habría asociado a la infancia, a esa articulación que
une la mano con el brazo o, como colmo de picardía, a Humphrey Bogart. Hoy, en
cambio, todo lo que tenga que ver con la palabra muñeca me traslada a otro
sustantivo tan atrayente como aterrador: me refiero a las esposas, y no
precisamente a las blancas y radiantes que pronuncian síes por los miles de juzgados
y altares del país.