Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 52
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practicada a la altura de la boca, de forma que ésta estuviera disponible por si alguien
quería utilizarla, me apretaba en la nuca y me tapaba los ojos. Percibía presencias e
intuía el peso de las miradas que parecían pegarse a mi piel, sobre todo en la
entrepierna, donde sentía clavarse todas las miradas, lo que me provocaba una
quemazón en ese preciso lugar. La máscara de terciopelo negro me aseguraba un
anonimato gracias al cual podía hacer lo que me viniera en gana. Amparada por esta
certeza, perdí la vergüenza y pedí permiso a mi Amo para orinar delante de los
comensales que se hallaban en el pequeño restaurante contiguo al bar y a las salas
donde tenían lugar los encuentros. Tras agacharme sobre el cubo de hielo para champán
que Pierre me tendió con orgullo, me meé ante el estupor del camarero, que, sin embargo,
debía de haber presenciado toda clase de excesos en este local privilegiado.
Pierre me llevó hasta el bar atada con correa. Lo seguí dócilmente, andando a gatas
y sin ver nada todavía. Me hizo subir a una especie de mesa de billar, donde recibí una
azotaina que me tiñó las nalgas de rojo. Un es- clavo masculino recibió la orden de
lamerme la grupa para calmar mi dolor. La lengua de aquel desconocido me llevó hasta
la cumbre de la excitación, y cuando Pierre me quitó la capucha y vi a la multitud que
se agolpaba a mí alrededor, con los ojos brillantes, los labios temblorosos y las manos
crispadas sobre las vergas o las vulvas, me abandoné sin freno a un goce que estalló sin
que pudiera hacer nada por controlar su intensidad.
A continuación quedé expuesta en una cabina acristalada que evocaba el escenario
de un peep-show. Pierre me ordenó que me exhibiera sin pudor alguno, abriendo aún
más, con sus propias manos, las partes más íntimas de mi cuerpo. Me obligó a levantar
la cabeza y vi a una multitud de hombres apretujados unos contra otros que se
sacudían furiosamente los miembros hasta que una ráfaga de salpicaduras vino a
saludar mis poses cada vez más pro- caces.
Yo, que siempre dudaba tanto de mi poder de sed