Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 51

51 es acaso el tabú supremo de los envarados burgueses que se reúnen en corro en sus salones relucientes con ocasión de una partida de bridge? Sin embargo, en aquel preciso instante me había convertido en una puta y me comportaba como tal. Esta revelación supuso un golpe que me trastornó hasta el punto de no poder contener el llanto. ¿Acaso era ya una perdida? ¿Cómo era posible que yo experimentara esa satisfacción malsana al prestar mi cuerpo como un objeto sin valor? Pierre, que había adivinado las emociones contradictorias que me sacudían con violencia, interrumpió al instante la sesión, me arrastró fuera de la habitación y me tranquilizó con caricias y palabras de consuelo. Me recordó que nuestra excepcional complicidad le confería a nuestro amor un valor y una riqueza que los demás no podían ni siquiera sospechar. Reprimí los sollozos diciéndome que no tenía el menor derecho a dudar, pues Pierre no me imponía nada que yo no quisiera. Todo lo que él imaginaba se hallaba en íntima sintonía con mis fantasías, sin duda inconscientes. Lo cierto es que me conozco demasiado como para equivocarme en eso. Desde la infancia no he sido otra cosa que una eterna rebelde. Nadie ha conseguido jamás imponerme algo que yo no haya deseado o esperado, aunque no siempre tengo el valor de confesármelo. Cuando por fin volví a ser dueña de mí, le pedí a Pierre que me llevara de vuelta al salón, donde los hombres aguardaban mi regreso. Aparecí con los ojos nuevamente vendados, desnuda, erguida y orgullosa, de la mano de Pierre, que me condujo hacia el círculo de hombres excitados. Sin que me lo ordenaran, me arrodillé para meterme sus vergas en la boca, una tras otra, hasta que todos alcanzaron el orgasmo y se desahogaron en mi rostro, en mis manos o en los pechos que yo les ofrecía. La velada acabó en un célebre local de intercambio de parejas situado en las afueras de París. Para la ocasión, me pusieron unas medias de rejilla, un arnés, un bustier de cuero y una capucha que el Amo Patrick había confeccionado con sus propias manos y me había regalado segundos antes de entrar en ese establecimiento conocido por sus magníficas noches de cuero. La capucha, que sólo dejaba entrar el aire por una abertura