Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 41
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siempre me ha permitido afrontar multitud de sevicias. Así pues, me concentré con
todas mis fuerzas en algo que pudiera hacerme olvidar mis padecimientos, y ya había
conseguido abstraerme del dolor cuando Didier anunció la llegada de Fiona, con lo que
se aplacó la tensión nerviosa que me hacía temblar en el extremo de las cadenas.
Colgada de las esposas, que me segaban las muñecas, y con los muslos tan abiertos
que la entrepierna me dolía, no podía moverme ni girar la cabeza para ver a la hermosa
mujer que acababa de entrar en el sótano. Lo único que percibí fue su presencia, seguida
del olor dulzón de su perfume. Una mano suave me acarició las nalgas doloridas por la
flagelación. El sosiego que experimenté no se debía sólo a las caricias, sino a la
presencia de esta espléndida mujer a quien tenía prohibido mirar incluso cuando Pierre
me quitó la venda de los ojos y liberó mis pechos y mi sexo del suplicio de las pesas de
plomo. Para que no sintiera tentaciones de volverme a mirar a la bella desconocida, el
Amo Didier me colocó en la boca, atravesada, una disciplina; por puro instinto, me
puse a apretarla muy fuerte.
Me moría de ganas de verla. La prohibición de mirar a quienes te manipulan durante
una sesión de dominación es a veces un verdadero suplicio. Se trata de una frustración
hiriente, pues es la demostración palpable de que una no cuenta en absoluto, ya la vez
muy excitante, porque la curiosidad es, por así decirlo, un rasgo dominante entre los
esclavos.
Por fin, tras rodear mi cuerpo ya casi desmembrado, se colocó frente a mí y vi, que
era aún más hermosa de lo que yo había imaginado. Era alta, esbelta, delicada; tenía
mucha clase, y había algo terriblemente sexy en su mirada, en las líneas de sus labios
sensuales, en sus larguísimas piernas, en su cuerpo musculoso de deportista... Fiona
parecía tener una gran seguridad en sí misma. Me impresionó la serena determinación
de que hacía gala. El Amo Didier me contó que había sido esclava, pero no detecté nada
que me tranquilizara en ese sentido. No había nada en ella que hiciera pensar en una
esclava. Al contrario, su rostro altanero recordaba más bien el de una princesa
desdeñosa que hubiera venido a examinar a sus súbditos. Parecía tan apta para do-