Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 35
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eyaculación tan abundante. Encajó sin rechistar los latigazos que le cruzaron las
nalgas, cubriéndoselas de largas estrías de color violeta. A cada nuevo golpe, Vincent le
daba las gracias a quien lo golpeaba, y su erección, según pude observar, se reavivaba
poco a poco. Lo cierto es que me sorprendió aquel espectáculo, el primero al que asistía
en calidad de testigo, aunque el término «mirona» sería, desde luego, mucho más
apropiado, pues descubrí el placer de sorprender la humillación de un esclavo, placer
que muy pronto se convierte en voluptuosidad.
Luego regresamos a nuestro hotel, donde recuperamos fuerzas antes de la última
sesión, prevista para el día siguiente.
Al entrar en la mansión, Pierre me anunció, delante del Amo Julien y del Ama
Maïté, que aquél iba a ser un día memorable para mí. De pronto, me encontré atada a
la cruz de san Andrés, de la que formaba parte uno de los pilares de la estancia. Pierre
empezó a darme latigazos ya fustigarme todo el cuerpo, insistiendo en las nalgas, a las
que, según declaró, profesaba un auténtico culto. Luego, fueron el Amo Julien y el Ama
Maïté quienes me con- cedieron el honor de azotarme. Antes de colocarme en la picota,
me desataron dé modo que mis dos orificios estuvieran perfectamente disponibles para
ser utilizados. La primera penetración me resultó sumamente dolorosa, pues tenía las
mucosas muy irritadas. Luego me ordenaron que me tendiera en el suelo, boca arriba y
con las piernas en alto, para que todos pudieran penetrarme fácilmente. De ese modo,
me poseyeron uno tras otro los invitados, que se iban sucediendo sobre mí.
Abierta como una flor, me entregué a ellos. Ya no era dueña de mí misma, pertenecía
en cuerpo y alma a mi Amo.
El fuego crepitaba en la ancestral chimenea, volviendo la atmósfera aún más
tórrida. Cerca de la chimenea había algunos instrumentos rituales. Se trataba de
auténticos hierros para marcar, de distintos tamaños, como los que se emplea para
marcar animales. El Ama Maïté se acercó a mí blandiendo un hierro que se había
puesto al rojo entre las brasas.