Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 19

19 consagración. En mi imaginación, enardecida y turbada por aquella sucesión de miedos, dolores y placeres entremezclados, ya no era capaz de establecer la diferencia entre éstos y aquéllos. Acudían a mi mente centelleantes imágenes de sacrificios: quería ser el cordero sacrificado en el altar. A cada nuevo golpe me sorprendía susurrando «Gracias», sin que me importara lo más mínimo que mi carne se desgarrase, que mi sangre se derramase y que las piernas me flaquearan, de modo que todo el peso de mi cuerpo torturado se descargaba con tremenda, brutalidad sobre los hombros y las muñecas, que tengo particularmente frágiles. Había recuperado la consideración de mi Amo. Me había convertido en una esclava digna de ese nombre y digna de su amo. Y no hay en este mundo mayor dicha para una esclava que sentirse apreciada. Es casi lo mismo que ocurre cuando se ama, pero con el aliciente de una emoción vertiginosa... En el sótano desierto, donde los efluvios de la humedad evocaban cada vez con mayor precisión los de una tumba, un hombre se acercó a mí. Mientras me contemplaba en silencio descubrí que llevaba dos agujas largas y finas en la mano. No guardo el menor re- cuerdo de su rostro. De hecho, rara vez conservo en la memoria el rostro de los hombres de quienes he sido esclava. Lo único que re- cuerdo de aquellos a quienes Pierre me entregó es un puñado de impresiones fugaces. Si me cruzara por la calle con alguno de los que fue- ron mis amos durante una noche, estoy con- vencida de que sería incapaz de reconocerlos. Es como si, una vez acabado el rito, mi mente se obstinara en eliminar a todos los extraños para que el único recuerdo perdurable de esa dicha rara y subversiva sea la imagen de una pareja unida en su pasión común; la imagen de la complicidad extrema y sin parangón que existe entre mi Amo y yo. Mis temores se re avivaron al ver las agujas, pero logré infundirme el suficiente valor diciéndome que mi nuevo estatuto de esclava autorizaba las pruebas más severas. Decidí que ya no tenía derecho a sucumbir al miedo, y a partir de ese instante me invadió algo muy parecido a la serenidad. Ese estado de ánimo me permitió exteriorizar una especie de indiferencia que halagó a la vez a mi Amo y al hombre que se acercaba