Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 13
13
Hasta entonces me había limitado a presentir mi gusto por el sadomasoquismo, sin
saber adónde me llevaría aquello con Pierre. Antes de conocerle, mis relaciones habían
sido muy clásicas. Lo ignoraba todo en ese terreno y sentía tanta aprensión como
curiosidad.
Después de un trayecto que me pareció interminable, llegamos a Burdeos. Los cruces
y los semáforos se sucedieron hasta que por fin el coche enfiló una calle tan estrecha que
me hizo pensar en uno de esos callejones peligrosos por los que jamás me habría atrevido
a aventurarme sola. Tenía tanto miedo que me eché a temblar. El corazón me latía con
fuerza y tenía la respiración alterada. Pierre detuvo el coche delante de un sobrio portal
donde nos esperaba un hombre de estatura imponente. Apenas si había tenido tiempo de
reprimir mi inquietud cuando me encontré frente al coloso. Me vendaron los ojos. Luego
mi Amo me ató las manos a la espalda, y un puño enérgico y brutal asió mis débiles
brazos con férrea autoridad y me condujo a una habitación que imaginé minúscula y
sumida en la oscuridad más absoluta, una especie de antecámara don- de esperé largo
tiempo, media hora, o tal vez más, en un estado de angustia y de extrema excitación.
De pronto, noté cerca de mí una presencia que me arrancó de mi letargo.
Me empujaron hacia una escalera, que adiviné tortuosa, y percibí un olor a tierra
húmeda. La escalera descendía a un sótano que exhalaba el olor característico del moho.
Era un auténtico sótano, la clase de lugar que debe gustarle a una esclava.
Una voz me ordenó que me presentara y me dispuse a obedecer al instante. Con ese
propósito me desataron las manos y me abrí de piernas, arqueando las nalgas tal y como
mi Amo me había indicado, para ofrecer con la mayor indecencia posible el espectáculo
de mis partes íntimas, que nadie había visto toda- vía de esa guisa. Me volví muy
despacio a fin de que todos los espectadores pudieran apreciar mi sumisión. Seguía sin
ver nada y el miedo me atenazó de repente. Empecé a oír voces, pero no habría sabido
decir a cuántas personas pertenecían. Cinco o seis, tal vez más.
De súbito, un dedo hurgó con brusquedad mis nalgas y me penetró con violencia en