Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 99
Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi corazón como para que ella
no se convenciera del deseo que yo sentía de servirla, y como para que no adivinara lo que en un principio
me había hecho actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros planes. Se
trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las infamias del conde. La señora de Gemande no
tenía la menor duda de que esta dama infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su
hija; pero cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada a salvar muros,
medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo
que una vez al pie de esas murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa
había llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo confirmar mis ideas. Me
decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande escribió a su madre la carta más idónea del mundo
para enternecerla y decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi seno,
abracé a la querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras sábanas, así que se hizo de
noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí
que faltaba mucho para que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque
rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los árboles y por su cantidad: esos
muros tenían más de cuarenta pies de altura, completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un
espesor prodigioso... ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué pensarían de mí al verme
en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del
conde? ¿Qué probabilidad había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una
falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas; llamar a las puertas,
significaba traicionarse aún con mayor seguridad: poco faltó entonces para que no perdiera la cabeza por
completo y no cediera con violencia a los efectos de la desesperación. Si había descubierto alguna
compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubiera engañado por un instante, pero
un tirano, un bárbaro, un hombre que detestaba a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo
buscando la ocasión de inmolar una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas
podría vivir así... Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues, qué hacer conmigo,
descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y
resignándome en silencio a las voluntades del Eterno... Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto
que se presenta ante mí... es el propio conde: había hecho un calor terrible durante la noche; había salido
para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los
traidores. Me levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.
—¿Qué haces ahí, Thérèse? —me dice.
—¡Oh, señor, castigadme! —contesté—, soy culpable, y no tengo nada que decir.
Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la condesa: se lo imagina, me la
pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo asomar la