Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 100

hacerme padecer, la convirtieron en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias de un desdichado que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último de sus días. Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil maneras a cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que terminará con sus días es menos cruel que esos funestos instantes en que la muerte le amenaza. Es muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el furor brillaba en sus ojos. —Ya debes imaginarte —me dijo— el tipo de muerte que sufrirás: es preciso que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por día, quiero ver cuanto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los medios. Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos. —¡Señor!... ¡señor! —le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían—, venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar su alma. Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama. Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud: es el instante en que recupera sus derechos. Gemande sale desorientado, se olvida de cerrar las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije, «adelante con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege a éste y que no le abandona jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo con ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y habiéndome hecho indicar el camino, y renunciando a todos los proyectos de denuncias, tanto antiguas como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué al octavo día, muy débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde siempre había pensado que me aguardaba la felicidad. Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi sorpresa al reconocer una vez más en ella el crimen coronado, y descubrir en lo más alto a uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano de Saint—Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin quejarte, ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el espantoso patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.» No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de mi partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un lacayo vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me dijo que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía. El billete decía así: «Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido en la plaza de Bellecour,