Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 101
arde en deseos de veros y reparar su conducta: apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal
vez le absolverán de lo que os debe».
El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones. Después de comunicarle que estaba
decidida a no responder nada si no sabía quién era su amo, me dijo:
—Es el señor de Saint—Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace tiempo en los alrededores de
París. Según dice, le prestasteis unos servicios de los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la
cabeza del comercio de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que le
ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.
No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones conmigo, me decía, ¿sería
verosímil que me escribiera, que me hablara de esta manera? Siente remordimientos por sus infamias
anteriores, recuerda con espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el
encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una mujer... Sí, sí, no hay
duda, son remordimientos, sería culpable hacia el Ser supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo
en situación, además, de rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger todo
lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su mansión: su fortuna debe rodearle
de personas delante de las cuales se respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el
estado en que me hallo, ¡Dios mío!, ¡,puedo inspirarle otra cosa que conmiseración? Aseguré, pues, al
lacayo de Saint—Florent que a las once de la mañana del día siguiente tendría el placer de ir a saludar a
su amo, que lo felicitaba por los favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de
haberme tratado a mí como a él. Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme
aquel hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección indicada: una mansión
soberbia, una multitud de lacayos, las miradas humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que
desprecia, todo ello se impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había
hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso gabinete donde reconozco
perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin
haberlo visto. No se levanta en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto que
vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo contiene.
—He querido volverte a ver, hija mía —dijo, con el tono humillante de la superioridad—, no porque crea
tener grandes deudas contigo, ni porque una molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las
cuales me creo por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos, me
demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte, y si aceptas, la necesidad que
entonces tendré de ti te permitirá encontrar en mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en
vano podrías contar sin eso.
Quise contestar con algunos reproches a la frivolidad de este comienzo; Saint—Florent me impuso
silencio. —Dejemos a un lado lo ocurrido —me dijo—, es la historia de las pasiones, y mis principios me
llevan a creer que ningún freno debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas, ésa es mi
ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme de mi suerte? Consolarse
y actuar astutamente, si se es el más débil, disfrutar de todos sus derechos si se es el más fuerte, ése es mi
sistema. Tú eras joven y bonita, Thérèse, nos hallábamos en el fondo de un bosque, no hay voluptuosidad
en el mundo que inflame mis sentidos como la violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que
hubiera hecho algo peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto resistencia.
Pero te robé, te dejé sin recursos en plena noche, en un camino peligroso; dos motivos provocaron este
nuevo delito: necesitaba dinero, no lo tenía; en cuanto a la otra razón que pudo llevarme a esta actitud, te
la explicaría inútilmente, Thérèse, y no la entenderías. Sólo los seres que conocen el corazón del hombre,
que han estudiado sus dobleces, que han desenredado los rincones más impenetrables de este dédalo
oscuro, podrían explicarte esta especie de extravío.
—¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un favor... ser pagada por todo lo que
había hecho por vos con una traición tan negra... ¿decís que es algo que puede entenderse, que puede
justificarse?