Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 98
»i Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te sorprendas más del derecho absoluto que
tuvieron, en todos los tiempos, los esposos sobre sus mujeres: cuanto más próximos están los pueblos a la
naturaleza, mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones que las del
esclavo con su dueño; carece decididamente de ningún derecho para pretender a títulos más queridos. No
hay que confundir con unos derechos algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron
por un instante el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos, proclamarla, y retornar más
constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto
momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que
prolongan este respeto.
»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del todo a las mujeres como
esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que
triunfaban en este oficio gracias al comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí
fueron, por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la consideración
dedicada a los sacerdotes. La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos
favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se apagaron y los
efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los prejuicios que había alimentado se
incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse,
cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las
rameras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir
sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas,
tal como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus
placeres, sometidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.
»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios
sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando
únicamente el pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes, conocidos con el
nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una montaña cerca de La
Meca, porque un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por
la mera sospecha de i