Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 93

gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas por los dos lacayos que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en una mesa donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la antecámara a fin de estar a disposición de recibir las órdenes de la señora sobre todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos. —A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita —me dijo. —Sí, señora —contesté—, y sé que la voluntad del señor conde es que no os falte nada. —¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me conmueven poco. La señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la naturaleza a unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de cicatrices. —¡Ah!, no acaba ahí —me dijo—, no hay una sola parte de mi desdichada persona de la que no le guste ver correr la sangre. Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a algunas protestas suaves, y nos acostamos. El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que su mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo, me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días. Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo de jamón; en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de licores, y café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros platos, y cuatro de champagne en el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consumidos con la fruta. Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café. Tan fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de Gernande me dijo: —Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella como contigo. Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente: estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias que aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban regularmente tod