Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 94
tenéis más que mandar.
Entonces el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que se la trajera. Por mucha
repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya sabéis señora, que no tenía otra opción que la
más total resignación. Vedme siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en
todo lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer otra cosa, pero no
actuaba de buena gana en nada de todo ello.
Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su esposo, ya instalado en un gran
sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte
favorita que tanto había celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos los seres y en
todos los sexos.
—Abrase pues, señora —le dijo brutalmente el conde...
Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar sucesivamente diferentes posiciones.
Entreabría, cerraba; con la punta del dedo, o con la lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces,
arrastrado por la ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo arañaba. Así que
había producido una leve herida, su boca se posaba inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles
preliminares, yo aguantaba a su desdichada víctima, y los dos garzones completamente desnudos se
relevaban a su lado; sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas para excitarlo. Fue
entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo
mero aspecto bastaba para echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más
ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que se le vería a un niño de tres
años, era lo máximo que se descubría en aquel individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en
todo; pero no por ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba para él un
ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre el canapé, y quiso que su mujer, a
caballo sobre él, mantuviera el trasero sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de
la succión, los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales eran
excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabajaban durante ese rato en su trasero: lo
cosquilleaba, lo masturbaba en todos los sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un
cuarto de hora, no producía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la condesa
sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al máximo.
La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una especie de rabia; mira... sus miradas despiden
fuego, blasfema; se precipita como un loco furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o
seis lugares del cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una o dos
gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser sustituidas por otras. El conde se
tranquiliza, deja respirar un instante a su mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a
chuparse mutuamente, o bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le
chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo servicio al que era chupado: el
conde recibía mucho, pero no daba nada. Su saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores
esfuerzos conseguían sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas, pero no
se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus miñones y que corriera
inmediatamente a devolver a su boca el incienso que recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la
desdichada condesa. Los jóvenes se acercan, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y
abofetearla, y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.
Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con mis riñones a la altura de su
cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus
Ganímedes: sólo se metía con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser
maltratada por él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los vínculos que conferían fuerza a sus
ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un
crimen mayor será lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su mujer,
entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y los cuatro ofreciéndole el
trasero; los examina primero de frente, un poco distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los