Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 89
miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos
toca a nosotros creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte. Por otra
parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o menos vestida como una sirvienta. De
modo que así te tomo, si te parece bien. Sin embargo —prosiguió con dureza aquel hombre—, sólo de ti
depende ser feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré de aquí en situación de
prescindir de servir.
Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo, los examinó con atención
preguntándome cuántas veces me habían sangrado.
—Dos veces, señor —le contesté, bastante sorprendida por esa pregunta; y le cité las épocas, refiriéndole
las circunstancias de mi vida en que eso había ocurrido.
Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para realizar esa operación, y cuando
alcanzan el punto que él desea, les aplica la boca chupándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el
libertinaje estaba relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la inquietud se
despertaron en mi corazón.
—Tengo que saber cómo estás hecha —prosiguió el conde, mirándome con un aire que me hizo temblar
—. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo
eres.
Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su terrible rostro, me anuncia
duramente que me aconseja que no me haga la mojigata con él, porque dispone de medios seguros para
convencer a las mujeres.
—Lo que me has contado —me dijo— no anuncia una virtud muy elevada. Así que tus resistencias
quedarían tan fuera de lugar como ridículas.
Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme inmediatamente, se ocupan de
desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan desmadejados como los que me rodean, la defensa no
es seguramente difícil; pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría pulverizado,
de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía que ceder. Me desnudan en un instante.
Tan pronto como acaban, descubro que provoco las risas de los dos Ganímedes.
—Amigo mío —le decía el más joven al otro—, ¡no está mal una joven!... ¡Pero qué lástima que ahí esté
vacía!
—¡Oh! —decía el otro—, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría a una mujer ni que me fuera
la fortuna en ello.
Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde, íntimo partidario del
trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo
manipulaba duramente, lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco
dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos pasos, y volver hacia él a
reculones, a fin de no perder la perspectiva que se le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar,
levantar, apretar, abrir. A menudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La
besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más secreto; pero todos estos besos eran
del tipo de la succión, no daba ni uno que no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara