Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 87
Segunda parte
Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que había sentido al principio
de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado
del camino para encontrar una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que me permitiera
aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual serpenteaba un límpido
arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme. Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con
un poco de pan, la espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y sereno que
me descansaba, y calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre aquella fatalidad casi sin parangón que, pese
a las espinas que me rodeaban en la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de
esa divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que emana, y del cual es
la imagen. Una especie de entusiasmo acababa de apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al
que adoro no me abandona, ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para reparar mis
fuerzas. ¿Acaso no le debo a El este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a los que se les niega? Así que
no soy totalmente desgraciada, ya que los hay que todavía son más de compadecer que yo... ¡Ah! ¿Acaso
no lo soy mucho menos que las desdichadas a las que dejo en esa guarida del vicio de la que la bondad de
Dios me ha hecho salir como por una especie de milagro? ... ». Y llena de gratitud, me había prosternado;
contemplando el sol como la obra mas hermosa de la divinidad, como la que mejor manifiesta su
grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias,
cuando de repente me siento agarrada por dos hombres que, después de cubrirme la cabeza para
impedirme ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.
Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino emprendemos, cuando uno de
mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a su camarada liberarme del velo que me oprime la
cabeza; él lo permite, respiro y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos
un camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan entonces a mi
mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos indignos frailes... temo que me
devuelven a su odioso convento.
—¡Ah! —le digo a uno de mis guías—, señor, ¿puedo suplicaros que me digáis dónde me lleváis?
¡.Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?
—Cálmate, hija mía —me dice el hombre—, y no te asustes por las precauciones que nos vemos
obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo. Graves problemas le obligan a buscar camareras para
su esposa sólo con este aparatoso misterio, pero estarás bien allí.
—¡Ay, señores! —contesté—, si estáis procurando mi felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre
huérfana, muy digna de compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¡,por qué teméis
que pueda escapar?
—Tiene razón —dice uno de los guías—, dejémosla más cómoda, atémosle solamente las manos.
Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden incluso a mis preguntas, y acabo por
enterarme de que el amo al que me destinan se llama el conde de Gernande, nacido en París, pero
propietario de considerables bienes en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que
come a solas, me dice uno de los guías.
—¿A solas?
—Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno de los mayores glotones de
Europa; no existe otro en el mundo que sea capaz de competir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo
verás.